martes, febrero 28, 2006
domingo, febrero 26, 2006
(Ninguno)
Caneto se despidió rápido de la Hilacha. Era casi de noche y estaba partiendo otra vez a su casa. Pronto se vio distinguiendo entre la penumbra rostros y expresiones horribles. Regresar a su casa después de drogarse era una rutina común. Nunca se había cuestionado por eso, ni nadie se lo había reprochado alguna vez. Serían las seis de la tarde. La avenida Benavides lucía totalmente congestionada.
No lo logró observar bien, pero el tipo que lo miró largo rato estaba sentado lejos, en el lugar más apartado del micro. Usaba una gorra roja y audífonos a todo volumen. Caneto lo podía escuchar bien desde su sitio, el potente sonido, el crujir de los carros furiosos, los gritos, el llanto. Parecía que todos los niños del mundo lloraban a la vez. El humo, la flama incandescente en el horizonte. El sol se ocultaba, las nubes enrojecían a su paso. La ciudad gritaba. Caneto pensaba en otra cosa. La yerba que la Hilacha y él habían conseguido era algo increíble.
El tipo del fondo seguía el ritmo de su canción con pequeños golpes a la ventanilla de atrás. Caneto los escuchó claramente. Carecía de simpatía, tenía más bien un aire patético. Miró el Ovalo Higuereta. Se inauguraba algo y la gente caminaba en todas las direcciones posibles. Era tan confuso y estaba tan lejos de casa. Era tan ruidoso. Las luces no lograban opacar el aspecto lúgubre de la ciudad, nada más le daba un aspecto más triste.
El chofer del micro le gritó algo a un taxista. Todo se detuvo. Un señor sentado en frente de Caneto se puso a gritar también. Pronto el taxista se volvió loco. Alguien golpeó a alguien y se armó un lío. La gente que estaba atorada en el Ovalo Higuereta formó un círculo. Llegó la policía y el asunto empeoró. Pasó media hora y el microbús se quedó sin pasajeros. Caneto se dio cuenta muy tarde. El tico amarillo del taxista estaba aboyado. El choque había rajado el parabrisas del micro. En la memoria de Caneto solían haber lagunas mentales. Le fastidió mucho.
Llegó al puente Primavera como a las siete. Todo oscurecía. Algunos hombres lo miraban. Era presa fácil. Una noche lo cuadraron tres. La gente suele olvidar fácilmente las situaciones adversas como ésa. Un mendigo asqueroso, sentado al final del puente, lo miró a los ojos y le pidió un sencillo.
Caneto bajó la mirada y lo contempló distante un rato. Era un pobre viejo que estrellaba contra el piso una lata con algunas monedas adentro. Miró alrededor y encontró una patrulla estacionada cerca. Caminó hasta allá y señaló al viejo. Los policías bajaron de la camioneta, acariciaron su correa de cuero, su revolver, su boina roja. Se acercaron al mendigo y lo pusieron de pie, le rebuscaron la ropa. Caneto no quiso mirar y continuó el camino a su casa.
A esa hora, los obreros dejan el trabajo y lucen ropas comunes. Regresan también a casa. Caneto miró a una señora que contemplaba el cielo. La bruma incandescente que alumbraba el horizonte desaparecía y dejaba apenas algunas nubes brillantes.
- Ahí está -señaló alguien en el firmamento- ¡un platillo volador!
Todos lo vieron. Era una luz verde que flotaba y surcaba el cielo. A Caneto le pareció triangular. Después lo perdió de vista. Una pareja señalaba el cielo y buscaba desesperada una respuesta para sus dudas. Algo más interesante que la novela de las nueve.
- ¡Mira, ahí está! -gritó la mujer.
No lo podía creer. Caneto quedó totalmente desconcertado. Una luz brillante. Por encima de las nubes algún objeto inimaginable se desplazaba raso. Si no fuera por las nubes, la nave espacial quedaría al descubierto. Sería un espectáculo increíble, extraordinario. Pero le dio miedo. Aceleró el paso. Sacó de su bolsillo su celular. Llamó a casa. No contestó nadie. Sudaba otra vez. Ya casi por el parque se lo señaló a dos señoras. Miraron largo rato el cielo y lo encontraron otra vez. Se asombraron y continuaron su camino. Ya en el parque se los señaló a todos. La gente miraba asombrada esa luz extraña. Tantos años de incertidumbre, para todos por fin se resolvía la interrogante. Maravillosa, la luz verde se desplazaba por el firmamento dando vueltas sin cesar. Le dio miedo otra vez. Venían por él, no cabía duda. Todo ese tiempo, toda esa gente. Aceleró el paso al máximo y trató de no seguir mirando. Cerca a su casa, la luz no había desaparecido. Después de tanto tiempo, quedaba un solo desenlace. Todo terminaba esa noche. En la esquina de su casa, buscó en sus bolsillos las llaves. Cerró los ojos y contó hasta diez.
Febrero 2002
788 p.
Caneto se despidió rápido de la Hilacha. Era casi de noche y estaba partiendo otra vez a su casa. Pronto se vio distinguiendo entre la penumbra rostros y expresiones horribles. Regresar a su casa después de drogarse era una rutina común. Nunca se había cuestionado por eso, ni nadie se lo había reprochado alguna vez. Serían las seis de la tarde. La avenida Benavides lucía totalmente congestionada.
No lo logró observar bien, pero el tipo que lo miró largo rato estaba sentado lejos, en el lugar más apartado del micro. Usaba una gorra roja y audífonos a todo volumen. Caneto lo podía escuchar bien desde su sitio, el potente sonido, el crujir de los carros furiosos, los gritos, el llanto. Parecía que todos los niños del mundo lloraban a la vez. El humo, la flama incandescente en el horizonte. El sol se ocultaba, las nubes enrojecían a su paso. La ciudad gritaba. Caneto pensaba en otra cosa. La yerba que la Hilacha y él habían conseguido era algo increíble.
El tipo del fondo seguía el ritmo de su canción con pequeños golpes a la ventanilla de atrás. Caneto los escuchó claramente. Carecía de simpatía, tenía más bien un aire patético. Miró el Ovalo Higuereta. Se inauguraba algo y la gente caminaba en todas las direcciones posibles. Era tan confuso y estaba tan lejos de casa. Era tan ruidoso. Las luces no lograban opacar el aspecto lúgubre de la ciudad, nada más le daba un aspecto más triste.
El chofer del micro le gritó algo a un taxista. Todo se detuvo. Un señor sentado en frente de Caneto se puso a gritar también. Pronto el taxista se volvió loco. Alguien golpeó a alguien y se armó un lío. La gente que estaba atorada en el Ovalo Higuereta formó un círculo. Llegó la policía y el asunto empeoró. Pasó media hora y el microbús se quedó sin pasajeros. Caneto se dio cuenta muy tarde. El tico amarillo del taxista estaba aboyado. El choque había rajado el parabrisas del micro. En la memoria de Caneto solían haber lagunas mentales. Le fastidió mucho.
Llegó al puente Primavera como a las siete. Todo oscurecía. Algunos hombres lo miraban. Era presa fácil. Una noche lo cuadraron tres. La gente suele olvidar fácilmente las situaciones adversas como ésa. Un mendigo asqueroso, sentado al final del puente, lo miró a los ojos y le pidió un sencillo.
Caneto bajó la mirada y lo contempló distante un rato. Era un pobre viejo que estrellaba contra el piso una lata con algunas monedas adentro. Miró alrededor y encontró una patrulla estacionada cerca. Caminó hasta allá y señaló al viejo. Los policías bajaron de la camioneta, acariciaron su correa de cuero, su revolver, su boina roja. Se acercaron al mendigo y lo pusieron de pie, le rebuscaron la ropa. Caneto no quiso mirar y continuó el camino a su casa.
A esa hora, los obreros dejan el trabajo y lucen ropas comunes. Regresan también a casa. Caneto miró a una señora que contemplaba el cielo. La bruma incandescente que alumbraba el horizonte desaparecía y dejaba apenas algunas nubes brillantes.
- Ahí está -señaló alguien en el firmamento- ¡un platillo volador!
Todos lo vieron. Era una luz verde que flotaba y surcaba el cielo. A Caneto le pareció triangular. Después lo perdió de vista. Una pareja señalaba el cielo y buscaba desesperada una respuesta para sus dudas. Algo más interesante que la novela de las nueve.
- ¡Mira, ahí está! -gritó la mujer.
No lo podía creer. Caneto quedó totalmente desconcertado. Una luz brillante. Por encima de las nubes algún objeto inimaginable se desplazaba raso. Si no fuera por las nubes, la nave espacial quedaría al descubierto. Sería un espectáculo increíble, extraordinario. Pero le dio miedo. Aceleró el paso. Sacó de su bolsillo su celular. Llamó a casa. No contestó nadie. Sudaba otra vez. Ya casi por el parque se lo señaló a dos señoras. Miraron largo rato el cielo y lo encontraron otra vez. Se asombraron y continuaron su camino. Ya en el parque se los señaló a todos. La gente miraba asombrada esa luz extraña. Tantos años de incertidumbre, para todos por fin se resolvía la interrogante. Maravillosa, la luz verde se desplazaba por el firmamento dando vueltas sin cesar. Le dio miedo otra vez. Venían por él, no cabía duda. Todo ese tiempo, toda esa gente. Aceleró el paso al máximo y trató de no seguir mirando. Cerca a su casa, la luz no había desaparecido. Después de tanto tiempo, quedaba un solo desenlace. Todo terminaba esa noche. En la esquina de su casa, buscó en sus bolsillos las llaves. Cerró los ojos y contó hasta diez.
Febrero 2002
788 p.
sábado, febrero 25, 2006
Flaca
Flaca no me claves
tus puñales
por la espalda
tan profundo
no me duelen
no me hacen mal
Lejos
en el centro
de la Tierra
las raíces
del amor
donde estaban
quedarán
Entre el no me olvides
me dejé nuestros abriles olvidados
en el fondo del placard
del cuarto de invitados
eran tiempos dorados
de un pasado mejor
Aunque casi me equivoco
y te digo poco a poco
no me mientas
no me digas la verdad
no te quedes callada
no levantes la voz
no me pidas perdón
Aunque casi te confieso
que también he sido un perro compañero
un perro ideal que aprendió a nadar
y a volver al hogar
para poder comer
Flaca no me claves
tus puñales
por la espalda
tan profundo
no me duelen
no me hacen mal
Lejos
en el centro
de la Tierra
las raíces
del amor
donde estaban
quedarán
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Flaca no me claves
tus puñales
por la espalda
tan profundo
no me duelen
no me hacen mal
Lejos
en el centro
de la Tierra
las raíces
del amor
donde estaban
quedarán
Entre el no me olvides
me dejé nuestros abriles olvidados
en el fondo del placard
del cuarto de invitados
eran tiempos dorados
de un pasado mejor
Aunque casi me equivoco
y te digo poco a poco
no me mientas
no me digas la verdad
no te quedes callada
no levantes la voz
no me pidas perdón
Aunque casi te confieso
que también he sido un perro compañero
un perro ideal que aprendió a nadar
y a volver al hogar
para poder comer
Flaca no me claves
tus puñales
por la espalda
tan profundo
no me duelen
no me hacen mal
Lejos
en el centro
de la Tierra
las raíces
del amor
donde estaban
quedarán
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Get out of here
Tengo veinte años. Tal vez debería estar en este preciso instante saliendo con una chica de estupendas tetas que me quiera, ir con ella al cine y ver alguna película romántica y tonta. Tal vez ella iluminaría mi vida con sus enormes ojos marrones. Pero no es así. Estoy sentado en la mesa con mis padres y es un caluroso día de febrero. He visto un par de películas que iré más tarde a devolver para alquilar otras.
Mi mamá está preparando el almuerzo. Sirve el arroz en un plato. Junto a ella, en la cocina, se está hirviendo una alcachofa que le servirán a mi papá hoy o tal vez mañana como a esta misma hora. Mi mamá dice que hoy hay frijoles con arroz y cebolla. Mi plato favorito.
Esta tarde salgo y camino por la avenida Aviación. Me escondo en un pasaje donde hay una banca. Todas son casas pequeñas que forman una especie de laberinto. Pasando la avenida Aviación están las Torres de Limatambo.
Miro a ambos lados antes de sentarme. El día ha estado sedado. No cabe duda. Busco el encendedor en mi bolsillo y me siento. Tengo veinte años. Tal vez debería estar trabajando o buscando trabajo. Tal vez debería estar haciendo algo más productivo, como leer un libro. Saco de una cajita de fósforos un wiro mal armado y lo prendo.
Mientras atardece hay algunas señoras que se cruzan. Todas llevan bolsas de plástico que cuelgan de sus manos. Algunas llevan el pan que han comprado y otras regresan de la bodega. Son viejas nada carismáticas. Todas me miran con suma desconfianza y tengo que empezar a caminar. Mientras camino le doy grandes sorbos al wiro mal armado que ahora se deshace entre mis dedos. Contemplo molesto como se desparrama la marihuana ponzoñosa que estaba fumando.
Ahora sí pienso que ya no queda nada más por hacer. He visto la pobreza existencial de un chico de veinte años escurrirse entre mis dedos. Debería estar en la playa con mis amigos, aunque yo no tengo muchos amigos, y a los que tengo no les gusta la playa. Tal vez debería llamar a alguna amiga con quien pueda conversar, pero ya no me queda ninguna. Todas las amigas que tuve me las intenté tirar o están molestas conmigo por cosas que no entiendo.
Veo que el sol se está poniendo. Se está ocultando detrás de las Torres de Limatambo. Cruzo la avenida Aviación para poder verlo mejor. A mí me gusta el atardecer. Tengo cierta debilidad por ver caer al sol. Me gustan los colores que explotan entre las nubes. A veces las nubes parecen olas inmóviles.
En las Torres de Limatambo una chica camina en dirección a mí. Estoy un poco fumado así que me siento al borde de la vereda a mirar el sol ocultarse entre los edificios. Me quedo pensando en mi apariencia. Tengo veinte años. Tal vez debería ser un chico musculoso con el pelo lacio y corto y sonrisa de un millón de dólares. Pero la verdad es que soy feo, tengo el pelo esponjoso y largo, y se acumula en mi espalda. Además, me visto mal. Tengo pésimo gusto. Pareciese que me hubiese quedado en los dieciséis años, en el mierdismo antisocial de la adolescencia. Pero, carajo, tengo veinte años. Se supone que soy un adulto.
Alguien, creo que es la chica que venía hacia mí, me toca un hombro. Yo me volteo. La chica tiene el pelo color rojo fosforescente y me pregunta si tengo fósforos. Yo me pongo de pie y busco en mi bolsillo el encendedor. Se lo presto. Ella prende un cigarrillo.
Ya no se puede ver el sol debido a los edificios. A lo mucho se alcanza a ver algunas nubes rojizas y otras moradas más al fondo. Al otro lado de la calle ya empieza a caer la noche.
La chica tiene un jean roto, sandalias y un polito que dice Satisfaction Guaranteed color rosa. Tiene aretes en la nariz, en la ceja y en la comisura de sus labios. Una idea viene a mi cabeza cuando ella me dice muy seria, mientras fuma su cigarrillo y me mira, que yo huelo a marihuana. Me fijo en si mi polo color lúcuma huele a marihuana, asiento con la cabeza y saco de uno de los bolsillos de mi jean un paco. La chica se sonríe y ya no me mira. Solo mira el paco.
Se termina de hacer de noche en otra banca, un poco alejada de donde estábamos, cerca de unas canchitas de fulbito. Todavía estamos en las Torres de Limatambo, creo. La chica, que se llama Miriam, habla alocadamente mientras deshace los moñitos rojos dentro del paco. Mientras lo hace, creo que me empiezo a enamorar de ella porque no tengo a nadie más en el mundo con quien pueda conversar, aunque no converso, ella solo se dedica a hablar de un montón de cosas que no entiendo, de gente que no conozco, mientras envuelve lo que acaba de desmoñar en un papel de fumar casi transparente. Luego lo lame. Cuando está listo, Miriam me sonríe. Al rato de fumar, ya estamos sirviéndonos ron con cocacola en pequeños vasos. Miriam me cuenta que se ha escapado de su casa y yo la escucho completamente drogado y borracho. Yo le cuento que tengo veinte años. Dan las diez de la noche. La gente que vive en los alrededores nos miran como diciendo: váyanse de aquí. Cuando de la camioneta pathfinder se baja un policía con boina roja todo se vuelve muy confuso. Miriam y yo nos vamos, muy contentos, como si fuésemos buenos amigos. Antes de despedirnos, la intento besar. Miriam se molesta y me empuja. Yo la insulto y le digo que es una lesbiana.
968 palabras
Tengo veinte años. Tal vez debería estar en este preciso instante saliendo con una chica de estupendas tetas que me quiera, ir con ella al cine y ver alguna película romántica y tonta. Tal vez ella iluminaría mi vida con sus enormes ojos marrones. Pero no es así. Estoy sentado en la mesa con mis padres y es un caluroso día de febrero. He visto un par de películas que iré más tarde a devolver para alquilar otras.
Mi mamá está preparando el almuerzo. Sirve el arroz en un plato. Junto a ella, en la cocina, se está hirviendo una alcachofa que le servirán a mi papá hoy o tal vez mañana como a esta misma hora. Mi mamá dice que hoy hay frijoles con arroz y cebolla. Mi plato favorito.
Esta tarde salgo y camino por la avenida Aviación. Me escondo en un pasaje donde hay una banca. Todas son casas pequeñas que forman una especie de laberinto. Pasando la avenida Aviación están las Torres de Limatambo.
Miro a ambos lados antes de sentarme. El día ha estado sedado. No cabe duda. Busco el encendedor en mi bolsillo y me siento. Tengo veinte años. Tal vez debería estar trabajando o buscando trabajo. Tal vez debería estar haciendo algo más productivo, como leer un libro. Saco de una cajita de fósforos un wiro mal armado y lo prendo.
Mientras atardece hay algunas señoras que se cruzan. Todas llevan bolsas de plástico que cuelgan de sus manos. Algunas llevan el pan que han comprado y otras regresan de la bodega. Son viejas nada carismáticas. Todas me miran con suma desconfianza y tengo que empezar a caminar. Mientras camino le doy grandes sorbos al wiro mal armado que ahora se deshace entre mis dedos. Contemplo molesto como se desparrama la marihuana ponzoñosa que estaba fumando.
Ahora sí pienso que ya no queda nada más por hacer. He visto la pobreza existencial de un chico de veinte años escurrirse entre mis dedos. Debería estar en la playa con mis amigos, aunque yo no tengo muchos amigos, y a los que tengo no les gusta la playa. Tal vez debería llamar a alguna amiga con quien pueda conversar, pero ya no me queda ninguna. Todas las amigas que tuve me las intenté tirar o están molestas conmigo por cosas que no entiendo.
Veo que el sol se está poniendo. Se está ocultando detrás de las Torres de Limatambo. Cruzo la avenida Aviación para poder verlo mejor. A mí me gusta el atardecer. Tengo cierta debilidad por ver caer al sol. Me gustan los colores que explotan entre las nubes. A veces las nubes parecen olas inmóviles.
En las Torres de Limatambo una chica camina en dirección a mí. Estoy un poco fumado así que me siento al borde de la vereda a mirar el sol ocultarse entre los edificios. Me quedo pensando en mi apariencia. Tengo veinte años. Tal vez debería ser un chico musculoso con el pelo lacio y corto y sonrisa de un millón de dólares. Pero la verdad es que soy feo, tengo el pelo esponjoso y largo, y se acumula en mi espalda. Además, me visto mal. Tengo pésimo gusto. Pareciese que me hubiese quedado en los dieciséis años, en el mierdismo antisocial de la adolescencia. Pero, carajo, tengo veinte años. Se supone que soy un adulto.
Alguien, creo que es la chica que venía hacia mí, me toca un hombro. Yo me volteo. La chica tiene el pelo color rojo fosforescente y me pregunta si tengo fósforos. Yo me pongo de pie y busco en mi bolsillo el encendedor. Se lo presto. Ella prende un cigarrillo.
Ya no se puede ver el sol debido a los edificios. A lo mucho se alcanza a ver algunas nubes rojizas y otras moradas más al fondo. Al otro lado de la calle ya empieza a caer la noche.
La chica tiene un jean roto, sandalias y un polito que dice Satisfaction Guaranteed color rosa. Tiene aretes en la nariz, en la ceja y en la comisura de sus labios. Una idea viene a mi cabeza cuando ella me dice muy seria, mientras fuma su cigarrillo y me mira, que yo huelo a marihuana. Me fijo en si mi polo color lúcuma huele a marihuana, asiento con la cabeza y saco de uno de los bolsillos de mi jean un paco. La chica se sonríe y ya no me mira. Solo mira el paco.
Se termina de hacer de noche en otra banca, un poco alejada de donde estábamos, cerca de unas canchitas de fulbito. Todavía estamos en las Torres de Limatambo, creo. La chica, que se llama Miriam, habla alocadamente mientras deshace los moñitos rojos dentro del paco. Mientras lo hace, creo que me empiezo a enamorar de ella porque no tengo a nadie más en el mundo con quien pueda conversar, aunque no converso, ella solo se dedica a hablar de un montón de cosas que no entiendo, de gente que no conozco, mientras envuelve lo que acaba de desmoñar en un papel de fumar casi transparente. Luego lo lame. Cuando está listo, Miriam me sonríe. Al rato de fumar, ya estamos sirviéndonos ron con cocacola en pequeños vasos. Miriam me cuenta que se ha escapado de su casa y yo la escucho completamente drogado y borracho. Yo le cuento que tengo veinte años. Dan las diez de la noche. La gente que vive en los alrededores nos miran como diciendo: váyanse de aquí. Cuando de la camioneta pathfinder se baja un policía con boina roja todo se vuelve muy confuso. Miriam y yo nos vamos, muy contentos, como si fuésemos buenos amigos. Antes de despedirnos, la intento besar. Miriam se molesta y me empuja. Yo la insulto y le digo que es una lesbiana.
968 palabras
viernes, febrero 24, 2006
El sol caía y Gustavo escribía
Lo primero que hacía en las mañanas era prender la computadora y sentarse a escribir. Luego bajaba, buscaba algo qué comer y volvía. Escribía como un loco su novela de verano, que había transcurrido algunos años atrás y era ahora idealizaba y ficcionada en una novela que tenía más de diez mil páginas. Gustavo escribía hasta la hora del almuerzo, cuando su mamá lo llamaba y llamaba y llamaba para que bajara a comer.
En el almuerzo todos se preguntaban qué cosa escribía Gustavo en ésa máquina, si no tenían conexión a Internet. Su mamá y su papá le preguntaban, pero él solo movía la cabeza de un lado a otro y decía que estaba haciendo “algunas cosas”, “algunos proyectos”, que tenía en mente desde hacía tiempo.
Lo que Gustavo escribía en ésa máquina era más preciado que su propia vida. Era una enorme obra que lo inmortalizaría y lo haría trascender en la historia. No sabía cómo, si apenas era un episodio, una anécdota, la historia de él y de sus amigos y de la chica que habían conocido.
Después de almorzar Gustavo volvía a la máquina y seguía dándole al teclado como si su vida se fuera en ello. Pronto, golpear el teclado fue más sublime para Gustavo que tocar el piano. En ese tiempo, Gustavo escribió poemas, cuentos, letras de canciones, una novela inconclusa y una obra de teatro.
A las tres de la tarde el sol empezaba a posarse mientras él escribía. El sol le caía tan fuerte que todo el lugar parecía un maldito infierno. La familia de Gustavo hacía la siesta y él seguía escribiendo. No pensaba detenerse. Si su vida dependiera de ello, Gustavo habría hecho un buen trabajo. El tiempo se detenía. La noche nunca caía. Pasó que un día Gustavo se despertó y siguió escribiendo. Pensó que estaría dentro de un sueño, porque algunas cosas estaban cambiadas. No había vida. Si no tuviera qué escribir, Gustavo no haría nada en lo absoluto. No había nada más allá de la máquina, de las cuatro paredes de su habitación. No había amigos. Cada vez veía menos a sus padres. Cada vez se asomaba menos a mirar qué pasaba en la calle. Hacía poco había visto una construcción unas cuantas cuadras más allá. Todo parecía quieto. Las nubes no avanzaban. El sol no se movía.
Siguió escribiendo. Se le ocurrió la historia perfecta para acabar su libro. Una chica que se enamora de un chico y luego lo deja. Eso era. Todo transcurriría en un tiempo fantástico en el que nada es lo que parece ser. Un chico que escribe tiene más historias qué contar que un muerto. La historia se desarrollaría en una ciudad abandonada, tal vez debido a una guerra nuclear. Una chica y un chico son los últimos sobrevivientes. Lo malo es que ellos no se pueden procrear porque no se llevan bien, se detestan. Sin embargo, la naturaleza es más fuerte y conforme van creciendo ambos se enamoran y la humanidad tiene una nueva esperanza. Es cuando entonces que la chica lo deja. Gustavo empezó a escribir y el sol comenzó a moverse. Conforme iba escribiendo, el sol caía con mayor rapidez y Gustavo escribía con mayor destreza. La tarde caía y Gustavo escribía. Pronto se hizo de noche, y de la calle llegó un ruido infernal, producto de miles de automóviles y luces que se movían a la hora punta. Gustavo bostezó. Se dio cuenta que era de noche y estaba cansado de escribir.
591 palabras
Lo primero que hacía en las mañanas era prender la computadora y sentarse a escribir. Luego bajaba, buscaba algo qué comer y volvía. Escribía como un loco su novela de verano, que había transcurrido algunos años atrás y era ahora idealizaba y ficcionada en una novela que tenía más de diez mil páginas. Gustavo escribía hasta la hora del almuerzo, cuando su mamá lo llamaba y llamaba y llamaba para que bajara a comer.
En el almuerzo todos se preguntaban qué cosa escribía Gustavo en ésa máquina, si no tenían conexión a Internet. Su mamá y su papá le preguntaban, pero él solo movía la cabeza de un lado a otro y decía que estaba haciendo “algunas cosas”, “algunos proyectos”, que tenía en mente desde hacía tiempo.
Lo que Gustavo escribía en ésa máquina era más preciado que su propia vida. Era una enorme obra que lo inmortalizaría y lo haría trascender en la historia. No sabía cómo, si apenas era un episodio, una anécdota, la historia de él y de sus amigos y de la chica que habían conocido.
Después de almorzar Gustavo volvía a la máquina y seguía dándole al teclado como si su vida se fuera en ello. Pronto, golpear el teclado fue más sublime para Gustavo que tocar el piano. En ese tiempo, Gustavo escribió poemas, cuentos, letras de canciones, una novela inconclusa y una obra de teatro.
A las tres de la tarde el sol empezaba a posarse mientras él escribía. El sol le caía tan fuerte que todo el lugar parecía un maldito infierno. La familia de Gustavo hacía la siesta y él seguía escribiendo. No pensaba detenerse. Si su vida dependiera de ello, Gustavo habría hecho un buen trabajo. El tiempo se detenía. La noche nunca caía. Pasó que un día Gustavo se despertó y siguió escribiendo. Pensó que estaría dentro de un sueño, porque algunas cosas estaban cambiadas. No había vida. Si no tuviera qué escribir, Gustavo no haría nada en lo absoluto. No había nada más allá de la máquina, de las cuatro paredes de su habitación. No había amigos. Cada vez veía menos a sus padres. Cada vez se asomaba menos a mirar qué pasaba en la calle. Hacía poco había visto una construcción unas cuantas cuadras más allá. Todo parecía quieto. Las nubes no avanzaban. El sol no se movía.
Siguió escribiendo. Se le ocurrió la historia perfecta para acabar su libro. Una chica que se enamora de un chico y luego lo deja. Eso era. Todo transcurriría en un tiempo fantástico en el que nada es lo que parece ser. Un chico que escribe tiene más historias qué contar que un muerto. La historia se desarrollaría en una ciudad abandonada, tal vez debido a una guerra nuclear. Una chica y un chico son los últimos sobrevivientes. Lo malo es que ellos no se pueden procrear porque no se llevan bien, se detestan. Sin embargo, la naturaleza es más fuerte y conforme van creciendo ambos se enamoran y la humanidad tiene una nueva esperanza. Es cuando entonces que la chica lo deja. Gustavo empezó a escribir y el sol comenzó a moverse. Conforme iba escribiendo, el sol caía con mayor rapidez y Gustavo escribía con mayor destreza. La tarde caía y Gustavo escribía. Pronto se hizo de noche, y de la calle llegó un ruido infernal, producto de miles de automóviles y luces que se movían a la hora punta. Gustavo bostezó. Se dio cuenta que era de noche y estaba cansado de escribir.
591 palabras
Lo más fresco que existe
La pelota de bolos rodó por el canal.
Soledad y Victoria se miraron. El lenguaje corporal de Victoria le indicó a Soledad que estaba cansada. Tenía los brazos caídos. Se sentó en la banca del frente. Los sonidos de las personas que jugaban bolos esa tarde les servía de música de fondo, después sólo se escuchaba la canción de Paulina Rubio que se había puesto de moda el verano pasado.
- Ya vamos -dijo Victoria.
Soledad hizo rodar la bola con fuerza. Casi se resbala. Se dio media vuelta y dijo:
- Vicky, ya hemos pagado la hora y recién han pasado cinco minutos.
- Pero es que me equivoqué. Odio los bolos.
Victoria estaba deprimida, había sido idea suya salir con Soledad y pensó que ir a los bolos le iba a levantar el ánimo.
- Quiero irme.
- ¿Qué te pasa? -Soledad recogía los bolos y los lanzaba. Se iban por el canal. Resultaba molesto e inútil.
- ¿No podemos ir a tomar un helado o algo?
Soledad dejó caer el pesado bolo en el canal donde se iría de todos modos. Miró a su hermana menor con la cara triste y las ojeras de los que tienen un problema grande que no puede compartir con nadie. Tendría que prender una velita misionera en la iglesia si es que estaba embarazada. Eso se estilaba entre sus amigas de la universidad.
En la calle se ponía la tarde y por la bajada Balta se veía el potente sol que moría entre destellos rojos y turquesas. Soledad y Victoria caminaron entre la gente abrigadas con casacas livianas por la brisa que corre en otoño. Sin embargo se veía el sol, como un atardecer que se escapó del verano y vino a morir en otoño. Un chico se quedó mirándolas y casi se tropieza.
Después de dar unas vueltas se metieron a Café Z. Victoria se quedó mirando el anuncio de un desodorante para mujeres que decía: “lo más fresco que existe desde que se inventó el pudor”. Soledad le preguntó a su hermana qué iba a pedir y Vicky, sin mirar la carta, pidió un capuchino.
Decidió que ya había guardado aquel secreto suficiente tiempo. No podía aguantar tanto sin hablar con alguien de confianza. Después de todo, Soledad era la persona en la que más confiaba. Era su mejor amiga y su hermana. Al fin y al cabo su secreto y el motivo de sus pesares no podían ser tan graves.
- Sole, hay algo que no le he dicho a nadie…
Cuando empezó el discurso, Soledad ya intuía de qué se trataba. Se mantuvo callada mientras Vicky explicaba las razones y los por qué. No hay peor cosa que enamorarse de un primo, o un tío, o una persona casada. Soledad se lo dijo. Luego empapó su defensa con argumentos tipo: es un capricho de la adolescencia, sólo tienes diecinueve años y, el más fuerte de todos, no puedes enamorarte de alguien que está por casarse. Dos palabras que no se pueden ignorar en una conversación: puedes y tienes. Soledad sonó convencida.
- ¿Hace cuánto se ven?
- Desde el año pasado.
Soledad asintió.
- ¿No has pensado en que tienes que dejarlo?
Vicky escondió la cabeza entre sus brazos. Llegó el capuchino y el café que habían pedido. Vicky se repuso, miró al mozo y le agradeció. Luego le dijo a su hermana:
- Pienso en eso todo el día.
Soledad hizo un gesto de asco, simuló que era el café y le echó una cucharadita más de azúcar. Victoria continuó sin probar el capuchino.
Soledad, al notar lo serio que iba el asunto, preguntó:
- ¿Le vas a contar a mamá?
Vicky negó con la cabeza.
- Escucha… -Soledad se acomodó en la silla, inclinó un poco el cuerpo hacia delante y dijo- ¿Te acuerdas cuando…?
- ¡Claro que me acuerdo!
Algunos en Café Z voltearon hacia la mesa, el mozo que las había atendido se quedó mirándolas un buen rato. Las dos estaban bonitas. Tenían bonito pelo, bonita ropa. Buen cuerpo, buenas fachas. Soledad y Victoria estaban buenas.
- Ya hablé con él de eso, hemos hablado mucho. Lo que tengo con él es distinto.
Intercambiaron miradas. Por debajo de la mesa Soledad daba pequeños golpes contra una de las patas de la mesa. Vicky le preguntó si podía dejar de hacer eso. Soledad lo dejó.
- Vicky, sabes lo que tengo que hacer.
- ¿Qué vas a hacer? -preguntó, después de darle un sorbo a su capuchino.
- Voy a ir a casa a contárselo a mamá.
- ¿Qué?
- Lo que haces está mal.
- ¿Qué?
- Simplemente está mal.
- Cuando tú pasaste por lo mismo yo no se lo conté a nadie.
- Yo nunca estuve con él.
- Pues yo sí…
Acabaron rápido el café. Caminaron hasta la avenida Arequipa. Pasaron por el letrero que decía: “lo más fresco que existe…”. Soledad y Victoria se miraron. Vicky se preguntó si de verdad iba a hacerlo. Soledad pensó en qué cara iba a poner su mamá. Cuando el carro que tenían que tomar pasó, Vicky se quedó boquiabierta mirando a Soledad subir.
- Perra.
El bus se alejó.
872 palabras
La pelota de bolos rodó por el canal.
Soledad y Victoria se miraron. El lenguaje corporal de Victoria le indicó a Soledad que estaba cansada. Tenía los brazos caídos. Se sentó en la banca del frente. Los sonidos de las personas que jugaban bolos esa tarde les servía de música de fondo, después sólo se escuchaba la canción de Paulina Rubio que se había puesto de moda el verano pasado.
- Ya vamos -dijo Victoria.
Soledad hizo rodar la bola con fuerza. Casi se resbala. Se dio media vuelta y dijo:
- Vicky, ya hemos pagado la hora y recién han pasado cinco minutos.
- Pero es que me equivoqué. Odio los bolos.
Victoria estaba deprimida, había sido idea suya salir con Soledad y pensó que ir a los bolos le iba a levantar el ánimo.
- Quiero irme.
- ¿Qué te pasa? -Soledad recogía los bolos y los lanzaba. Se iban por el canal. Resultaba molesto e inútil.
- ¿No podemos ir a tomar un helado o algo?
Soledad dejó caer el pesado bolo en el canal donde se iría de todos modos. Miró a su hermana menor con la cara triste y las ojeras de los que tienen un problema grande que no puede compartir con nadie. Tendría que prender una velita misionera en la iglesia si es que estaba embarazada. Eso se estilaba entre sus amigas de la universidad.
En la calle se ponía la tarde y por la bajada Balta se veía el potente sol que moría entre destellos rojos y turquesas. Soledad y Victoria caminaron entre la gente abrigadas con casacas livianas por la brisa que corre en otoño. Sin embargo se veía el sol, como un atardecer que se escapó del verano y vino a morir en otoño. Un chico se quedó mirándolas y casi se tropieza.
Después de dar unas vueltas se metieron a Café Z. Victoria se quedó mirando el anuncio de un desodorante para mujeres que decía: “lo más fresco que existe desde que se inventó el pudor”. Soledad le preguntó a su hermana qué iba a pedir y Vicky, sin mirar la carta, pidió un capuchino.
Decidió que ya había guardado aquel secreto suficiente tiempo. No podía aguantar tanto sin hablar con alguien de confianza. Después de todo, Soledad era la persona en la que más confiaba. Era su mejor amiga y su hermana. Al fin y al cabo su secreto y el motivo de sus pesares no podían ser tan graves.
- Sole, hay algo que no le he dicho a nadie…
Cuando empezó el discurso, Soledad ya intuía de qué se trataba. Se mantuvo callada mientras Vicky explicaba las razones y los por qué. No hay peor cosa que enamorarse de un primo, o un tío, o una persona casada. Soledad se lo dijo. Luego empapó su defensa con argumentos tipo: es un capricho de la adolescencia, sólo tienes diecinueve años y, el más fuerte de todos, no puedes enamorarte de alguien que está por casarse. Dos palabras que no se pueden ignorar en una conversación: puedes y tienes. Soledad sonó convencida.
- ¿Hace cuánto se ven?
- Desde el año pasado.
Soledad asintió.
- ¿No has pensado en que tienes que dejarlo?
Vicky escondió la cabeza entre sus brazos. Llegó el capuchino y el café que habían pedido. Vicky se repuso, miró al mozo y le agradeció. Luego le dijo a su hermana:
- Pienso en eso todo el día.
Soledad hizo un gesto de asco, simuló que era el café y le echó una cucharadita más de azúcar. Victoria continuó sin probar el capuchino.
Soledad, al notar lo serio que iba el asunto, preguntó:
- ¿Le vas a contar a mamá?
Vicky negó con la cabeza.
- Escucha… -Soledad se acomodó en la silla, inclinó un poco el cuerpo hacia delante y dijo- ¿Te acuerdas cuando…?
- ¡Claro que me acuerdo!
Algunos en Café Z voltearon hacia la mesa, el mozo que las había atendido se quedó mirándolas un buen rato. Las dos estaban bonitas. Tenían bonito pelo, bonita ropa. Buen cuerpo, buenas fachas. Soledad y Victoria estaban buenas.
- Ya hablé con él de eso, hemos hablado mucho. Lo que tengo con él es distinto.
Intercambiaron miradas. Por debajo de la mesa Soledad daba pequeños golpes contra una de las patas de la mesa. Vicky le preguntó si podía dejar de hacer eso. Soledad lo dejó.
- Vicky, sabes lo que tengo que hacer.
- ¿Qué vas a hacer? -preguntó, después de darle un sorbo a su capuchino.
- Voy a ir a casa a contárselo a mamá.
- ¿Qué?
- Lo que haces está mal.
- ¿Qué?
- Simplemente está mal.
- Cuando tú pasaste por lo mismo yo no se lo conté a nadie.
- Yo nunca estuve con él.
- Pues yo sí…
Acabaron rápido el café. Caminaron hasta la avenida Arequipa. Pasaron por el letrero que decía: “lo más fresco que existe…”. Soledad y Victoria se miraron. Vicky se preguntó si de verdad iba a hacerlo. Soledad pensó en qué cara iba a poner su mamá. Cuando el carro que tenían que tomar pasó, Vicky se quedó boquiabierta mirando a Soledad subir.
- Perra.
El bus se alejó.
872 palabras
Deflorando a Cynthia
Lo que le pasaba a Renato era que le daba pena. Su enamorada, Cynthia, de diecisiete añitos, pelo castaño y nariz maquillada, lápiz de labios y polvo como escarcha para las mejillas, estaba debajo de él.
Renato la tenía ahí. Según ella, era como una zanahoria gigante, que de ninguna manera iba a entrar en su pequeño agujerito, del tamaño de la perforación de su oreja.
La concha de ella para Renato era como una selva negra. Cuando se la lamió, Renato reconoció el olor ancestral del placer y el alumbramiento. Sin darse cuenta, Renato pensó en su madre, y en cuando era niño, sintiendo que volvía a algún lugar que había dejado hace mucho.
Cynthia no se pudo concentrar mientras él se la lamía y tampoco lo pudo disfrutar. Estaba muy nerviosa con lo que iba a suceder. Y no abría lo suficiente las piernas.
Renato se las ingeniaba para metérsela, pero Cynthia se quejaba. No, no, le decía. Así no, por ahí no. Y Renato sudaba, estaba desnudo y el condón le apretaba. Le daba pena Cynthia, que al rato se desanimaba, se quejaba del dolor y se volteaba.
La habitación era la de un Hospedaje. Había costado treinta dólares y quedaba en una zona residencial de Miraflores. Renato no escuchaba quejidos ni gritos ni golpes desenfrenados contra la pared de su cuarto. Una vez logró escuchar varias voces que hablaban en un dialecto extraño, un idioma que a Renato le pareció imposible reconocer.
Renato la dejó subirse. Entonces Cynthia lo montó moviéndose sobre él, sobando su peluda concha contra la zanahoria gigante, que ahora lucía más grande y más roja. Con un movimiento que no pareció brusco en lo absoluto, Renato volvió a estar encima de ella, que parecía por el momento complacida con lo sucedido. Se acordó de cuando Renato metió sus dedos por debajo de sus calzones. Estaban en la puerta de su casa y era sábado. Había quedado tan excitada que apenas contaba los días para decirle a Renato que quería ir a un lugar, a estar solos.
Pero no se imaginó entonces que Renato le iba a sonreír como un actor porno, mientras colocaba sus piernas dobladas sobre cada uno de sus hombros, y que en esa posición le iba a hundir su zanahoria, y que ella iba a gritar, y que luego lo iba a golpear varias veces con los puños cerrados diciéndole que lo saque.
- ¿Qué estuvo mal? -le preguntó Renato, ahora con la expresión de los antiguos enamorados.
Cynthia negó con la cabeza hundida en la almohada. La cama era doble, de dos plazas cada una, con unas sábanas verdes enormes y ásperas. No había ningún espejo por ningún lado y eso le ocasionaba a Renato cierto malestar.
Volvieron a la faena. Cynthia tenía puestas todavía sus medias blancas con dibujitos de Mario BROS. Renato comenzó por ahí, sobando sus pies contra los de ella, sabiendo que al estar desnudos Cynthia podría notar la zanahoria, todavía caliente, todavía gigante. Renato tenía razón, Cynthia le hizo caso a la zanahoria, cogiéndola con ambas manos y jugando con ella, maltratándola de a ratos. Renato pasó a tocar a Cynthia sobre sus caderas, llegando a la espesa selva negra donde está la diversión.
Una vez que Cynthia ha gemido y se ha mojado, Renato saca el último de sus condones y demora en ponérselo. Cynthia le da la cara, mirándolo con unos ojos que le dicen “te amo”. Sin darse cuenta, Cynthia se lo llega a decir:
- Te amo.
Pero Renato no tiene tiempo para ésas cosas y una vez que el condón está bien puesto se echa sobre ella, que abre bien las piernas, como si fuese a dar a luz, y Renato se la mete, se la mete todo lo que puede, ella aprieta los ojos y gruñe.
Es entonces cuando a Renato le da pena. Mientras ambos lo hacen, Renato parece descontrolado y Cynthia se queda pensando. Renato empieza a excitarse conforme van pasando los minutos. Cynthia se pone triste porque siente que la magia ya pasó. Renato empieza a gritar de placer y su cuerpo se contrae en un pequeño orgasmo.
Cuando han terminado Cynthia le repite a Renato que lo ama, y Renato besa cada una de sus tetas con profunda devoción. Se imagina al primer hombre en llegar la luna con una banderita que dice I WAS HERE. Se imagina al primer hombre en escalar el monte Everest. Luego se da cuenta de la sangre y de que Cynthia está llorando.
759 p
Lo que le pasaba a Renato era que le daba pena. Su enamorada, Cynthia, de diecisiete añitos, pelo castaño y nariz maquillada, lápiz de labios y polvo como escarcha para las mejillas, estaba debajo de él.
Renato la tenía ahí. Según ella, era como una zanahoria gigante, que de ninguna manera iba a entrar en su pequeño agujerito, del tamaño de la perforación de su oreja.
La concha de ella para Renato era como una selva negra. Cuando se la lamió, Renato reconoció el olor ancestral del placer y el alumbramiento. Sin darse cuenta, Renato pensó en su madre, y en cuando era niño, sintiendo que volvía a algún lugar que había dejado hace mucho.
Cynthia no se pudo concentrar mientras él se la lamía y tampoco lo pudo disfrutar. Estaba muy nerviosa con lo que iba a suceder. Y no abría lo suficiente las piernas.
Renato se las ingeniaba para metérsela, pero Cynthia se quejaba. No, no, le decía. Así no, por ahí no. Y Renato sudaba, estaba desnudo y el condón le apretaba. Le daba pena Cynthia, que al rato se desanimaba, se quejaba del dolor y se volteaba.
La habitación era la de un Hospedaje. Había costado treinta dólares y quedaba en una zona residencial de Miraflores. Renato no escuchaba quejidos ni gritos ni golpes desenfrenados contra la pared de su cuarto. Una vez logró escuchar varias voces que hablaban en un dialecto extraño, un idioma que a Renato le pareció imposible reconocer.
Renato la dejó subirse. Entonces Cynthia lo montó moviéndose sobre él, sobando su peluda concha contra la zanahoria gigante, que ahora lucía más grande y más roja. Con un movimiento que no pareció brusco en lo absoluto, Renato volvió a estar encima de ella, que parecía por el momento complacida con lo sucedido. Se acordó de cuando Renato metió sus dedos por debajo de sus calzones. Estaban en la puerta de su casa y era sábado. Había quedado tan excitada que apenas contaba los días para decirle a Renato que quería ir a un lugar, a estar solos.
Pero no se imaginó entonces que Renato le iba a sonreír como un actor porno, mientras colocaba sus piernas dobladas sobre cada uno de sus hombros, y que en esa posición le iba a hundir su zanahoria, y que ella iba a gritar, y que luego lo iba a golpear varias veces con los puños cerrados diciéndole que lo saque.
- ¿Qué estuvo mal? -le preguntó Renato, ahora con la expresión de los antiguos enamorados.
Cynthia negó con la cabeza hundida en la almohada. La cama era doble, de dos plazas cada una, con unas sábanas verdes enormes y ásperas. No había ningún espejo por ningún lado y eso le ocasionaba a Renato cierto malestar.
Volvieron a la faena. Cynthia tenía puestas todavía sus medias blancas con dibujitos de Mario BROS. Renato comenzó por ahí, sobando sus pies contra los de ella, sabiendo que al estar desnudos Cynthia podría notar la zanahoria, todavía caliente, todavía gigante. Renato tenía razón, Cynthia le hizo caso a la zanahoria, cogiéndola con ambas manos y jugando con ella, maltratándola de a ratos. Renato pasó a tocar a Cynthia sobre sus caderas, llegando a la espesa selva negra donde está la diversión.
Una vez que Cynthia ha gemido y se ha mojado, Renato saca el último de sus condones y demora en ponérselo. Cynthia le da la cara, mirándolo con unos ojos que le dicen “te amo”. Sin darse cuenta, Cynthia se lo llega a decir:
- Te amo.
Pero Renato no tiene tiempo para ésas cosas y una vez que el condón está bien puesto se echa sobre ella, que abre bien las piernas, como si fuese a dar a luz, y Renato se la mete, se la mete todo lo que puede, ella aprieta los ojos y gruñe.
Es entonces cuando a Renato le da pena. Mientras ambos lo hacen, Renato parece descontrolado y Cynthia se queda pensando. Renato empieza a excitarse conforme van pasando los minutos. Cynthia se pone triste porque siente que la magia ya pasó. Renato empieza a gritar de placer y su cuerpo se contrae en un pequeño orgasmo.
Cuando han terminado Cynthia le repite a Renato que lo ama, y Renato besa cada una de sus tetas con profunda devoción. Se imagina al primer hombre en llegar la luna con una banderita que dice I WAS HERE. Se imagina al primer hombre en escalar el monte Everest. Luego se da cuenta de la sangre y de que Cynthia está llorando.
759 p
jueves, febrero 23, 2006
Mi película
Patético, como una especie de película mal grabada con un montón de silencios. Una película sin argumento que trata de impresionar. Eres como esa película francesa que se llama un hombre y una mujer, que no tiene más reparo que presentar a un hombre y una mujer que se conocen. Resulta tonto, porque no hay nada más obvio que un hombre y una mujer que se conocen, como tú o como yo, que interactúan como cualquier persona normal. Una película engañosa y egoísta, una película aburrida, tórrida de romances incestuosos, una novela comercial, que se vende como telenovela. Una vida en dibujos animados, una película, una secuela, una resecuela, un refrito. Que se duerme, que maneja, que se duerme dormido, que maneja. Una película de millones de dólares de presupuesto, con actores de primera línea, con el galán español del momento: un antihéroe que es escritor. Una mujer que quiere volar. Una escena sangrienta, otra escena de guerra, un centro comercial que explota, un barco que se hunde. Un virus arrasa con la especie humana, los muertos viven y regresan de sus tumbas. Jesucristo nace. Todo en la película de millones de dólares que estoy filmando, una metáfora del hombre en la tierra, un juego que se trata de encontrar a Dios. Una comedia existencialista con drama, romance y acción.
Ricardo y Jimena
El señor Ricardo se secaba el sudor de la cara con una toallita medio ridícula que había encontrado en su casa, y que al parecer era de su nieta. No pudo encontrar la suya, y pensó que estarían lavándola, así que cogió la de su nieta y la empacó junto con sus otras cosas en un maletín negro que le habían regalado su hijo y su nuera por navidad. No le importó lo de la toallita, porque pensó que al final él se la había regalado, así como todo el guardarropa que tenía.
Estaba levantando pesas cuando pasó Jimena. Ella le hizo un guiño y se acercó a él para saludarlo. Jimena tenía un pantalón buzo ajustado color celeste y un polo del mismo color. Se habían conocido en la clase de spinning. Ricardo pensaba que Jimena estaba buena, tomando en cuenta la edad. Sesentaitantos. Cincuentaitantos. Ambos se conservaban bien, aunque Jimena tenía muchísimos años más en eso de ir al gimnasio. Había decidido conservar algo del cuerpo que tenía cuando era joven, con la finalidad de llevárselo a la tumba. Confesaba que su máximo anhelo era verse bien en su velorio, para que sus amigas se caigan muertas de la envidia.
Ricardo, ante estos comentarios, no podía hacer más que aguantar una pesaba risa que caía sobre sus pies como mancuernas. Él no se había preocupado nunca por su apariencia, había sido esposo desde joven, padre y ahora abuelo. No tenía tiempo para ponerse a pensar en cómo se vería en su velorio. Pero algo tenía seguro. Su esposa había muerto hacía tres años de cáncer, y él había pasado por una fuerte crisis emocional hasta el día en que nació su nieta. La llamaron como la abuela y desde entonces, él se desvivió por ella. Si había una mujer en su vida, ésa era su nieta.
Pero no contaba entonces con Jimena, que ahora se acercaba hasta donde estaba él haciendo pesas, moviéndose y hablando como una niña de catorce años que se encuentra con el chico que le gusta. Si Ricardo hacía bicicleta, Jimena se le acercaba y le hablaba cosas, se contorneaba para ver el monitor y para contar los minutos que él hacía en bicicleta. Si Ricardo se metía a la clase de Yoga, Jimena se metía para verlo hacer equilibrio. Si Ricardo bebía agua, o se servía en una botella, Jimena iba y coqueteaba con él haciéndolo beber directamente del caño.
Llegó el día en que Ricardo llegó pálido y con una enorme pena en la cara. Jimena le preguntó si le pasaba algo. Esa mañana Ricardo le confesó a Jimena que no soportaba vivir con sus hijos. Que si él le daba una galleta a su nieta, su nuera le caía encima con eso de que no se puede darle de comer a deshoras a la niña. Que si él la quería llevar a pasear, su hijo los interceptaba en la puerta diciéndole que para eso tenían una niñera. Le dijo a Jimena que estaba harto de que lo trataran como a un lisiado, sólo porque ahora tenía más tiempo libre y gozaba de su jubilación. Jimena dejó de hacer ejercicio y lo miró a los ojos. Ella nunca hablaba de sus nietos ni de sus hijos, porque vivía sola. Le dijo de lo terrible que era no tener a nadie esperándote en casa, nada de risas, nada de problemas. Nada de nada. Sólo una televisión y tres amigas del colegio que traman chismes absurdos sobre los demás.
Aquella mañana ambos quedaron en tomarse el día libre. Ella se vistió en el baño de mujeres y él en el de hombres. Cuando salieron, Jimena tenía un pantalón y una blusa de seda, lucía un cuerpo envidiable para su edad a pesar de las arrugas del cuello y del rostro, todavía virgen de Botox. Es cuando Ricardo se da cuenta de que tiene una cita, y se arregla el pelo y se peina. Lamenta no llevar consigo algo decente, ya que viste un polo de marca blanco con cuello y un short plomo. No lamenta, eso sí, haber cobrado su jubilación a tiempo, e invita a Jimena a almorzar al restaurante que ella quiera. La lleva en su auto y durante el almuerzo ella le cuenta todo lo que él todavía no sabe. Llegan rápidamente al tema de los matrimonios, él le dice con pena que es viudo y ella le dice con alegría que es divorciada. Ambos se ríen. Coinciden en que la vida solitaria de alguien de edad, como es el caso de ellos, puede traer consigo temporadas de profunda depresión. Ella dice haber perdido las esperanzas de encontrar a alguien decente que la ame en la vejez. Jimena se esfuerza en decirlo. Cierra los ojos durante el segundo Baileys con hielo que le invita Ricardo después de almorzar. Dice que su esposo la abandonó porque un día se dio cuenta que ella iba a envejecer, y entonces se fue detrás de la primera chica idiota, rubia y bronceada que encontró en su camino.
Cuando Ricardo la lleva a su casa ya es casi de noche. Jimena, algo picada, no deja de mirarlo. Era posible, después de todo, de tantos años de buscar aquí y allá, que el verdadero amor con el que terminaría sus días lo iba a conocer en el gimnasio. Coge su enorme llavero, compuesto sobretodo de varios llaveros que le regalaron sus nietas. Había uno de Goofy, de los Rugrats, de Scooby Doo, otro que decía JIMENA y que tenía a Mickey Mouse a un costado. Antes de bajarse, Jimena tomó a Ricardo de la mano y le preguntó si quería subir a tomar algo.
Ricardo se quedó un rato sentado mirando el parabrisas de su carro, un Nissan SENTRA del año, y se quedó inmóvil, sin saber qué decir, hasta que se le ocurrió que tal vez nunca se le volvería a presentar una oportunidad así, al menos no con Jimena.
997 palabras
El señor Ricardo se secaba el sudor de la cara con una toallita medio ridícula que había encontrado en su casa, y que al parecer era de su nieta. No pudo encontrar la suya, y pensó que estarían lavándola, así que cogió la de su nieta y la empacó junto con sus otras cosas en un maletín negro que le habían regalado su hijo y su nuera por navidad. No le importó lo de la toallita, porque pensó que al final él se la había regalado, así como todo el guardarropa que tenía.
Estaba levantando pesas cuando pasó Jimena. Ella le hizo un guiño y se acercó a él para saludarlo. Jimena tenía un pantalón buzo ajustado color celeste y un polo del mismo color. Se habían conocido en la clase de spinning. Ricardo pensaba que Jimena estaba buena, tomando en cuenta la edad. Sesentaitantos. Cincuentaitantos. Ambos se conservaban bien, aunque Jimena tenía muchísimos años más en eso de ir al gimnasio. Había decidido conservar algo del cuerpo que tenía cuando era joven, con la finalidad de llevárselo a la tumba. Confesaba que su máximo anhelo era verse bien en su velorio, para que sus amigas se caigan muertas de la envidia.
Ricardo, ante estos comentarios, no podía hacer más que aguantar una pesaba risa que caía sobre sus pies como mancuernas. Él no se había preocupado nunca por su apariencia, había sido esposo desde joven, padre y ahora abuelo. No tenía tiempo para ponerse a pensar en cómo se vería en su velorio. Pero algo tenía seguro. Su esposa había muerto hacía tres años de cáncer, y él había pasado por una fuerte crisis emocional hasta el día en que nació su nieta. La llamaron como la abuela y desde entonces, él se desvivió por ella. Si había una mujer en su vida, ésa era su nieta.
Pero no contaba entonces con Jimena, que ahora se acercaba hasta donde estaba él haciendo pesas, moviéndose y hablando como una niña de catorce años que se encuentra con el chico que le gusta. Si Ricardo hacía bicicleta, Jimena se le acercaba y le hablaba cosas, se contorneaba para ver el monitor y para contar los minutos que él hacía en bicicleta. Si Ricardo se metía a la clase de Yoga, Jimena se metía para verlo hacer equilibrio. Si Ricardo bebía agua, o se servía en una botella, Jimena iba y coqueteaba con él haciéndolo beber directamente del caño.
Llegó el día en que Ricardo llegó pálido y con una enorme pena en la cara. Jimena le preguntó si le pasaba algo. Esa mañana Ricardo le confesó a Jimena que no soportaba vivir con sus hijos. Que si él le daba una galleta a su nieta, su nuera le caía encima con eso de que no se puede darle de comer a deshoras a la niña. Que si él la quería llevar a pasear, su hijo los interceptaba en la puerta diciéndole que para eso tenían una niñera. Le dijo a Jimena que estaba harto de que lo trataran como a un lisiado, sólo porque ahora tenía más tiempo libre y gozaba de su jubilación. Jimena dejó de hacer ejercicio y lo miró a los ojos. Ella nunca hablaba de sus nietos ni de sus hijos, porque vivía sola. Le dijo de lo terrible que era no tener a nadie esperándote en casa, nada de risas, nada de problemas. Nada de nada. Sólo una televisión y tres amigas del colegio que traman chismes absurdos sobre los demás.
Aquella mañana ambos quedaron en tomarse el día libre. Ella se vistió en el baño de mujeres y él en el de hombres. Cuando salieron, Jimena tenía un pantalón y una blusa de seda, lucía un cuerpo envidiable para su edad a pesar de las arrugas del cuello y del rostro, todavía virgen de Botox. Es cuando Ricardo se da cuenta de que tiene una cita, y se arregla el pelo y se peina. Lamenta no llevar consigo algo decente, ya que viste un polo de marca blanco con cuello y un short plomo. No lamenta, eso sí, haber cobrado su jubilación a tiempo, e invita a Jimena a almorzar al restaurante que ella quiera. La lleva en su auto y durante el almuerzo ella le cuenta todo lo que él todavía no sabe. Llegan rápidamente al tema de los matrimonios, él le dice con pena que es viudo y ella le dice con alegría que es divorciada. Ambos se ríen. Coinciden en que la vida solitaria de alguien de edad, como es el caso de ellos, puede traer consigo temporadas de profunda depresión. Ella dice haber perdido las esperanzas de encontrar a alguien decente que la ame en la vejez. Jimena se esfuerza en decirlo. Cierra los ojos durante el segundo Baileys con hielo que le invita Ricardo después de almorzar. Dice que su esposo la abandonó porque un día se dio cuenta que ella iba a envejecer, y entonces se fue detrás de la primera chica idiota, rubia y bronceada que encontró en su camino.
Cuando Ricardo la lleva a su casa ya es casi de noche. Jimena, algo picada, no deja de mirarlo. Era posible, después de todo, de tantos años de buscar aquí y allá, que el verdadero amor con el que terminaría sus días lo iba a conocer en el gimnasio. Coge su enorme llavero, compuesto sobretodo de varios llaveros que le regalaron sus nietas. Había uno de Goofy, de los Rugrats, de Scooby Doo, otro que decía JIMENA y que tenía a Mickey Mouse a un costado. Antes de bajarse, Jimena tomó a Ricardo de la mano y le preguntó si quería subir a tomar algo.
Ricardo se quedó un rato sentado mirando el parabrisas de su carro, un Nissan SENTRA del año, y se quedó inmóvil, sin saber qué decir, hasta que se le ocurrió que tal vez nunca se le volvería a presentar una oportunidad así, al menos no con Jimena.
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Mister Olimpia
Marito se muere de pena mientras espera que llegue su chica. Está parado frente al cine Pacífico, son casi las diez de la noche de un caluroso día de febrero. Marito lleva puesto un short azul ceñido a la altura de sus muslos y un polo blanco apretado, que dibujan los músculos de su pecho. No ha tenido tiempo para cambiarse después de abandonar el Universal Gym y tampoco ha dejado de pensar en ella.
Algunos hacen gestos cuando ven a Marito esperando a su chica, sentado en la grada del cine Pacífico. Miran los músculos de su antebrazo, sus pantorrillas, su corte de cabello. Marito tiene una cara muy seria que no cambia ni siquiera cuando la ve llegar. Tiene unos ojos achinados que le dan un aire de disciplina. Ya de por sí, Marito es un chico disciplinado que se pasó la mayor parte de su infancia luchando contra su propia inseguridad, convencido de que nadie lo iba a querer tal como era. Nadie iba a querer a un chico medio japonés con anemia.
Desde que era un flaco y debilucho chico de Pueblo Libre hasta que comenzó la secundaria y se convirtió en lo que es hoy, guiado por su obsesión de levantar mancuernas cada vez más pesadas, ha ido por la vida en busca de una chica que lo quiera. Por eso esta noche ha esperado tanto, con una sonrisa dibujada en sus labios. Marito ha esperado tanto que no le importaría verla llegar de la mano de otro con tal de verla.
Se habían conocido cuando él vivía en casa de sus padres, en Pueblo Libre. Ella era una chica de su barrio. A Marito le costó algunos cuantos meses preguntarle su nombre. No fue fácil hacerlo, ya que él no hablaba mucho con la gente de su barrio, con los chicos que lo habían visto convertirse en un enorme y musculoso instructor de gimnasio. Algunas tardes, Marito practicaba abdominales en el parque. Fue una de ésas tardes cuando se acercó a ella, nervioso, con un bividí blanco de donde sobresalían sus pectorales, y le preguntó la hora. Ella no era precisamente la chica más bonita del barrio, ni era la más deseada, pero cuando la gente se dio cuenta que salía con él, empezaron a silbarles y a gritarles cosas. La gente era cruel con Marito. Lo tildaban de monstruo, de fenómeno de circo. Le decían que Sarita no lo iba a querer porque era todo músculo y nada de cerebro, y ella era una chica inteligente que iba a la universidad y quería ser abogada. No secretaria, ni recepcionista, que era como la mayoría de chicas querían progresar en la vida, estudiando secretariado bilingüe, ella quería ser abogada, ella quería comerse al mundo. Y Marito, pobre de él, su máxima aspiración eran ser instructor en algún gran gimnasio, y su máximo sueño era convertirse en Mister Olimpia, como Arnold Schwarzenegger o Lou Ferrigno. Pero nada de eso iba a ser realidad si no tenía a una chica como Sarita a su lado. Nadie lo iba a querer excepto Sarita, que acariciaba sus músculos sin sentir asco, que le decía yo te quiero al oído.
Por eso esta tarde Marito entrenó en el Universal Gym, que es donde trabaja, se ha puesto su ropa para entrenar y ha pasado media hora haciendo flexiones dobles y otra media hora fortaleciendo sus pantorrillas. Luego ha levantado cuarenta kilos con cada brazo. Se ha metido al sauna, completamente desnudo, y se ha puesto a pensar en lo que debe hacer. Recordó una noche oscura en el parque donde se habían conocido, él estaba trastornado por algo que le había pasado, tal vez algún problema con alguien, y ella le decía al oído que nada importaba más que su propia felicidad. Marito pensó entonces que en aquella época ellos se amaban. Sarita lo amaba a pesar de su obsesión por el fisicoculturismo. Marito la amaba a pesar de sus kilos de más, de su indisciplina alimenticia, de su rutina carente de ejercicio, sus libros de leyes y sus problemas menstruales. Por eso eran una gran pareja.
Marito alquiló un departamento cerca de su nuevo trabajo en el Universal Gym de Camacho. Ella siguió en la universidad y siguió acumulando kilos de más. Conforme pasaron los años, la pasión en la vida de ellos fue disminuyendo. Enfrentaron la “crisis de los cinco años”, en los que cada uno se preguntó a dónde iba a parar la relación. Entonces Marito conoció a estas chicas en el Universal Gym. Todas eran chicas hermosas, vestían pequeños shorts y pequeños tops. A todas él les dio una rutina básica de ejercicios y un régimen alimenticio. Ellas reían y Marito también reía. Con el pasar de los días, Marito empezó a comparar a Sarita con sus alumnas del gimnasio y empezó a darse cuenta de muchas cosas. Insistió en que Sarita se pusiera a dieta y le compró mancuernas para que empezara a hacer ejercicio en casa. Marito le insistía en que ya era hora de empezar un cambio y Sarita nada más dejaba que él siguiese hablando, hablando y hablando.
Esta noche ella llega retrasada excusándose del tráfico que hay en Lima cada catorce de febrero. Se besan sin mucha pasión y ambos caminan de la mano por el parque Kennedy. Ella lleva una blusa color crema y un pantalón negro, ajustado, del que sobresale un bulto que parece ser su panza. Marito, en cambio, camina derecho sin poder ocultar cada músculo que se tensa. Ambos van con cara de estar desanimados. Se sientan en una banca del parque y contemplan a los jóvenes enamorados que se besan e intercambian regalos y globitos en forma de corazones. Sin pensarlo mucho, por sus cabezas pasan escenas de recuerdos todavía compartidos, y aunque tal vez ya no se quieran, Marito y Sarita se abrazan.
981 palabras
Marito se muere de pena mientras espera que llegue su chica. Está parado frente al cine Pacífico, son casi las diez de la noche de un caluroso día de febrero. Marito lleva puesto un short azul ceñido a la altura de sus muslos y un polo blanco apretado, que dibujan los músculos de su pecho. No ha tenido tiempo para cambiarse después de abandonar el Universal Gym y tampoco ha dejado de pensar en ella.
Algunos hacen gestos cuando ven a Marito esperando a su chica, sentado en la grada del cine Pacífico. Miran los músculos de su antebrazo, sus pantorrillas, su corte de cabello. Marito tiene una cara muy seria que no cambia ni siquiera cuando la ve llegar. Tiene unos ojos achinados que le dan un aire de disciplina. Ya de por sí, Marito es un chico disciplinado que se pasó la mayor parte de su infancia luchando contra su propia inseguridad, convencido de que nadie lo iba a querer tal como era. Nadie iba a querer a un chico medio japonés con anemia.
Desde que era un flaco y debilucho chico de Pueblo Libre hasta que comenzó la secundaria y se convirtió en lo que es hoy, guiado por su obsesión de levantar mancuernas cada vez más pesadas, ha ido por la vida en busca de una chica que lo quiera. Por eso esta noche ha esperado tanto, con una sonrisa dibujada en sus labios. Marito ha esperado tanto que no le importaría verla llegar de la mano de otro con tal de verla.
Se habían conocido cuando él vivía en casa de sus padres, en Pueblo Libre. Ella era una chica de su barrio. A Marito le costó algunos cuantos meses preguntarle su nombre. No fue fácil hacerlo, ya que él no hablaba mucho con la gente de su barrio, con los chicos que lo habían visto convertirse en un enorme y musculoso instructor de gimnasio. Algunas tardes, Marito practicaba abdominales en el parque. Fue una de ésas tardes cuando se acercó a ella, nervioso, con un bividí blanco de donde sobresalían sus pectorales, y le preguntó la hora. Ella no era precisamente la chica más bonita del barrio, ni era la más deseada, pero cuando la gente se dio cuenta que salía con él, empezaron a silbarles y a gritarles cosas. La gente era cruel con Marito. Lo tildaban de monstruo, de fenómeno de circo. Le decían que Sarita no lo iba a querer porque era todo músculo y nada de cerebro, y ella era una chica inteligente que iba a la universidad y quería ser abogada. No secretaria, ni recepcionista, que era como la mayoría de chicas querían progresar en la vida, estudiando secretariado bilingüe, ella quería ser abogada, ella quería comerse al mundo. Y Marito, pobre de él, su máxima aspiración eran ser instructor en algún gran gimnasio, y su máximo sueño era convertirse en Mister Olimpia, como Arnold Schwarzenegger o Lou Ferrigno. Pero nada de eso iba a ser realidad si no tenía a una chica como Sarita a su lado. Nadie lo iba a querer excepto Sarita, que acariciaba sus músculos sin sentir asco, que le decía yo te quiero al oído.
Por eso esta tarde Marito entrenó en el Universal Gym, que es donde trabaja, se ha puesto su ropa para entrenar y ha pasado media hora haciendo flexiones dobles y otra media hora fortaleciendo sus pantorrillas. Luego ha levantado cuarenta kilos con cada brazo. Se ha metido al sauna, completamente desnudo, y se ha puesto a pensar en lo que debe hacer. Recordó una noche oscura en el parque donde se habían conocido, él estaba trastornado por algo que le había pasado, tal vez algún problema con alguien, y ella le decía al oído que nada importaba más que su propia felicidad. Marito pensó entonces que en aquella época ellos se amaban. Sarita lo amaba a pesar de su obsesión por el fisicoculturismo. Marito la amaba a pesar de sus kilos de más, de su indisciplina alimenticia, de su rutina carente de ejercicio, sus libros de leyes y sus problemas menstruales. Por eso eran una gran pareja.
Marito alquiló un departamento cerca de su nuevo trabajo en el Universal Gym de Camacho. Ella siguió en la universidad y siguió acumulando kilos de más. Conforme pasaron los años, la pasión en la vida de ellos fue disminuyendo. Enfrentaron la “crisis de los cinco años”, en los que cada uno se preguntó a dónde iba a parar la relación. Entonces Marito conoció a estas chicas en el Universal Gym. Todas eran chicas hermosas, vestían pequeños shorts y pequeños tops. A todas él les dio una rutina básica de ejercicios y un régimen alimenticio. Ellas reían y Marito también reía. Con el pasar de los días, Marito empezó a comparar a Sarita con sus alumnas del gimnasio y empezó a darse cuenta de muchas cosas. Insistió en que Sarita se pusiera a dieta y le compró mancuernas para que empezara a hacer ejercicio en casa. Marito le insistía en que ya era hora de empezar un cambio y Sarita nada más dejaba que él siguiese hablando, hablando y hablando.
Esta noche ella llega retrasada excusándose del tráfico que hay en Lima cada catorce de febrero. Se besan sin mucha pasión y ambos caminan de la mano por el parque Kennedy. Ella lleva una blusa color crema y un pantalón negro, ajustado, del que sobresale un bulto que parece ser su panza. Marito, en cambio, camina derecho sin poder ocultar cada músculo que se tensa. Ambos van con cara de estar desanimados. Se sientan en una banca del parque y contemplan a los jóvenes enamorados que se besan e intercambian regalos y globitos en forma de corazones. Sin pensarlo mucho, por sus cabezas pasan escenas de recuerdos todavía compartidos, y aunque tal vez ya no se quieran, Marito y Sarita se abrazan.
981 palabras
miércoles, febrero 22, 2006
martes, febrero 21, 2006
La noche de los zancudos asesinos
Son casi las tres de la mañana y sueño con alguien a quien no puedo olvidar. Estoy ebrio y fumado por lo que debería dormirme en el acto, sin embargo hace demasiado calor y conforme pasan las horas voy quitándome la ropa. Al dar las tres de la mañana estoy empapado en sudor y en calzoncillos. Un solitario zancudo pasa cerca a mi oído, por lo que reacciono levantando los brazos y golpeando a la nada. Vuelve a suceder después de un rato. Ahora tengo los brazos rojos, llenos de picaduras, y me echo una loción humectante que tengo a la mano, aunque eso no disminuya en lo más mínimo la comezón. Son las tres de la mañana. Me pongo de pie, camino hasta el baño para orinar. Levanto la tapa del escusado y orino pesadamente. Cuando vuelvo a la cama tengo la sensación de alivio. Un zancudo aterriza en mi brazo cuando estoy echado sobre la cama y lo contemplo, inmóvil, mientras succiona mi sangre y la reemplaza por su veneno. Antes de que termine, choco la palma de mi mano contra él y lo aplasto. Sólo queda su cadáver y una pequeña mancha roja. Una vez que me he limpiado la sangre, me tapo con las sábanas y contemplo el cielo nocturno y las nubes que evitan que vea la luna. Algunos autos pasan a estas horas, pero la frecuencia es mínima. Pienso en esa persona que intento olvidar, como si fuera tan fácil pedirle que se vaya. Vete, por favor. Cuando me despierto tengo más comezón, y son las cinco de la mañana. Lucho en un mar de pensamientos inconscientes hasta lograr un grado de lucidez capaz de hacer algo contra los zancudos pero es inútil. Las picaduras de los zancudos pueden ser como pequeñas heridas sin curar, como un ataque de la naturaleza. En medio de la noche trato de atacar a los zancudos con lo que tenga a la mano. La caja de un disco, un vaso con agua, mi pijama. Resulta inútil. Los zancudos ya se habían ido como una empresa terrorista, traída hacia mí por el sabor de mi sangre y por la calidad de mis recuerdos. Mis pesares pueden haber atraído a los zancudos, pienso. Tal vez pensar en ella me hizo una presa fácil para los zancudos esta noche. A la mañana siguiente bajo a tomar desayuno, y me doy conque tengo ronchas por todo el cuerpo. Tal vez ni siquiera existan zancudos.
418 palabras
Son casi las tres de la mañana y sueño con alguien a quien no puedo olvidar. Estoy ebrio y fumado por lo que debería dormirme en el acto, sin embargo hace demasiado calor y conforme pasan las horas voy quitándome la ropa. Al dar las tres de la mañana estoy empapado en sudor y en calzoncillos. Un solitario zancudo pasa cerca a mi oído, por lo que reacciono levantando los brazos y golpeando a la nada. Vuelve a suceder después de un rato. Ahora tengo los brazos rojos, llenos de picaduras, y me echo una loción humectante que tengo a la mano, aunque eso no disminuya en lo más mínimo la comezón. Son las tres de la mañana. Me pongo de pie, camino hasta el baño para orinar. Levanto la tapa del escusado y orino pesadamente. Cuando vuelvo a la cama tengo la sensación de alivio. Un zancudo aterriza en mi brazo cuando estoy echado sobre la cama y lo contemplo, inmóvil, mientras succiona mi sangre y la reemplaza por su veneno. Antes de que termine, choco la palma de mi mano contra él y lo aplasto. Sólo queda su cadáver y una pequeña mancha roja. Una vez que me he limpiado la sangre, me tapo con las sábanas y contemplo el cielo nocturno y las nubes que evitan que vea la luna. Algunos autos pasan a estas horas, pero la frecuencia es mínima. Pienso en esa persona que intento olvidar, como si fuera tan fácil pedirle que se vaya. Vete, por favor. Cuando me despierto tengo más comezón, y son las cinco de la mañana. Lucho en un mar de pensamientos inconscientes hasta lograr un grado de lucidez capaz de hacer algo contra los zancudos pero es inútil. Las picaduras de los zancudos pueden ser como pequeñas heridas sin curar, como un ataque de la naturaleza. En medio de la noche trato de atacar a los zancudos con lo que tenga a la mano. La caja de un disco, un vaso con agua, mi pijama. Resulta inútil. Los zancudos ya se habían ido como una empresa terrorista, traída hacia mí por el sabor de mi sangre y por la calidad de mis recuerdos. Mis pesares pueden haber atraído a los zancudos, pienso. Tal vez pensar en ella me hizo una presa fácil para los zancudos esta noche. A la mañana siguiente bajo a tomar desayuno, y me doy conque tengo ronchas por todo el cuerpo. Tal vez ni siquiera existan zancudos.
418 palabras
Cytheria se moja
Me desperté con un sabor extraño, un sabor amargo, y algunas picaduras de zancudo en el cuerpo. Junto a mí un sol y un cielo azul me enseñaron la calle. La avenida donde vivo es transitada y hay una comisaría al costado. Por esta época del año un grupo de obreros contratados por la Municipalidad destroza la calle con el único objetivo de volverla a asfaltar.
Son como las nueve y media de la mañana. Lo primero que hago es tomar un sorbo del vaso del agua que había dejado olvidado. La televisión está apagada, aunque no recuerdo haberla apagado después de ver Los Simpsons anoche. Me pongo de pie y cierro la cortina. Después de eso, puedo dormir tranquilo una media hora más.
Tengo diecisiete años. Este mi último verano porque después entraré a la universidad y sé que nada volverá a ser igual. Algunos amigos de mi hermano dicen que éste debería ser mi verano más productivo, que debería divertirme. Pero yo no encuentro esa diversión. Los amigos con los que me junto son básicamente iguales a mí y no conocemos chicas.
Me pongo de pie en un arranque de heroísmo, camino en dirección a la cocina y preparo mi desayuno. Un vaso de yogurt con cereal integral, un pan con mantequilla y unas galletas saladas. Tengo ganas de un jugo de naranja recién exprimido, pero no lo encuentro por ningún lado en el refrigerador y quizá no exista, a lo mucho encuentro unas naranjas que me da flojera exprimir.
En la cocina la radio está prendida y escucho lo último de la rotativa del aire de RPP noticias. Algunas quejas por las últimas campañas electorales, encuestas que se inflan, candidatos fantasmas. Y todo eso hace que vuelva a la realidad, pero el programa se acaba y empieza otro. Apago la radio.
Veo un poco de televisión con cable donde no encuentro nada que me guste excepto Matrimonio con Hijos, que hace que me ría un buen rato, pero luego se acaba. Miro por la ventana de mi cuarto la calle, que está llena de sol y de gente que camina, algunos parecen tener verdadera motivación para hacerlo.
Ahora están dando Loco por ti, que es una serie que a mí me gustaba mucho cuando era niño porque pensaba que Paul Raiser y Helen Hunt hacían una grandiosa pareja. Es más, estaba convencido de que deberían ser pareja en la vida real. Pero no eran pareja, lo supe cuando vi a Paul Raiser en Alien II. Recuerdo que le pregunté a mi hermano: ¿dónde está Helen Hunt?
Voy al baño y me miro en el espejo. Tengo el pelo largo y cara de niño. Uso un polo blanco y un short gris para dormir. En el baño, me doy cuenta de que mi short está manchado con lo que parece ser semen seco, quizá de lo que me masturbé anoche, y tengo que cambiármelo. En seguida me entra una profunda ansiedad y decido apagar la televisión.
Me meto al internet. Reviso mi correo. Hace mucho que no lo hago y sólo encuentro publicidad del viagra, correo electrónico no deseado y virus. Entro al messenger. En el messenger nadie me habla y yo tampoco le hablo a nadie. Un amigo del colegio me manda páginas web porno y yo le digo que me envíe más. Al rato, él me pregunta si quiero que me mande un video y yo le pregunto si es un video porno y él me dice que sí. Aparece en la ventana un archivo que acepto y se está enviando.
Mientras demora en bajar el video mi amigo me dice que este es un video que él vio en Yonkis punto com. El video se llama “Cytheria se moja” y al principio sale Cytheria, cubierta con lo que parece es un vestido o unas sábanas. Cytheria se lo saca, abre las piernas y empieza a masturbarse. Hay un close up y Cyhteria tiene ahora un consolador rosado que se lo mete. Otro corte de edición y es ahora la mano de un chico el que se lo está metiendo. Cyhteria al parecer está muy excitada, y se mueve, y grita que se está viniendo. I´m comming, grita. I´m comming. Con un movimiento brusco, casi espasmódico, Cyhteria hace que el chico se moje con un chorro de fluido vaginal atraviesa la habitación y salpica hasta la cámara. Alguien en el video dice que es fucking amazing.
Cuando ha terminado el video veo que mi papá está a mi costado, mirando la pantalla. No me había dado cuenta, pero el volumen está encendido y los gritos de Cytheria lo deben haber despertado. Mi papá lleva una toalla sujeta a su cintura. No me dice gran cosa, pero me pregunta que por qué veo a una chica que se está meando. Yo le digo que es sólo un video de Internet. Además le digo:
- No se está meando, papá.
Pero mi papá parece que no entiende y vuelvo a darle play al video y mi papá se queda mirándolo. Cytheria de verdad parece que se está viniendo cuando sale aquel chorro blanco de su vagina, y con la mano intenta detenerlo pero el chorro es muy potente, y podría jurar que incluso parece avergonzada. Lo peor es que Cytheria es una chica bonita.
Mi papá se va a la mitad del video, algo confundido, diciendo que eso no puede ser, que a lo mejor es uno de ésos efectos especiales que se hacen por computadora, y sin mucho preámbulo se mete al baño y se da un duchazo de esos que se da mi papá, con agua helada. El video de Cytheria me ha dejado con una gran ansiedad, felizmente sé de una manera rápida, segura y algo sucia de calmarla.
967 palabras
Me desperté con un sabor extraño, un sabor amargo, y algunas picaduras de zancudo en el cuerpo. Junto a mí un sol y un cielo azul me enseñaron la calle. La avenida donde vivo es transitada y hay una comisaría al costado. Por esta época del año un grupo de obreros contratados por la Municipalidad destroza la calle con el único objetivo de volverla a asfaltar.
Son como las nueve y media de la mañana. Lo primero que hago es tomar un sorbo del vaso del agua que había dejado olvidado. La televisión está apagada, aunque no recuerdo haberla apagado después de ver Los Simpsons anoche. Me pongo de pie y cierro la cortina. Después de eso, puedo dormir tranquilo una media hora más.
Tengo diecisiete años. Este mi último verano porque después entraré a la universidad y sé que nada volverá a ser igual. Algunos amigos de mi hermano dicen que éste debería ser mi verano más productivo, que debería divertirme. Pero yo no encuentro esa diversión. Los amigos con los que me junto son básicamente iguales a mí y no conocemos chicas.
Me pongo de pie en un arranque de heroísmo, camino en dirección a la cocina y preparo mi desayuno. Un vaso de yogurt con cereal integral, un pan con mantequilla y unas galletas saladas. Tengo ganas de un jugo de naranja recién exprimido, pero no lo encuentro por ningún lado en el refrigerador y quizá no exista, a lo mucho encuentro unas naranjas que me da flojera exprimir.
En la cocina la radio está prendida y escucho lo último de la rotativa del aire de RPP noticias. Algunas quejas por las últimas campañas electorales, encuestas que se inflan, candidatos fantasmas. Y todo eso hace que vuelva a la realidad, pero el programa se acaba y empieza otro. Apago la radio.
Veo un poco de televisión con cable donde no encuentro nada que me guste excepto Matrimonio con Hijos, que hace que me ría un buen rato, pero luego se acaba. Miro por la ventana de mi cuarto la calle, que está llena de sol y de gente que camina, algunos parecen tener verdadera motivación para hacerlo.
Ahora están dando Loco por ti, que es una serie que a mí me gustaba mucho cuando era niño porque pensaba que Paul Raiser y Helen Hunt hacían una grandiosa pareja. Es más, estaba convencido de que deberían ser pareja en la vida real. Pero no eran pareja, lo supe cuando vi a Paul Raiser en Alien II. Recuerdo que le pregunté a mi hermano: ¿dónde está Helen Hunt?
Voy al baño y me miro en el espejo. Tengo el pelo largo y cara de niño. Uso un polo blanco y un short gris para dormir. En el baño, me doy cuenta de que mi short está manchado con lo que parece ser semen seco, quizá de lo que me masturbé anoche, y tengo que cambiármelo. En seguida me entra una profunda ansiedad y decido apagar la televisión.
Me meto al internet. Reviso mi correo. Hace mucho que no lo hago y sólo encuentro publicidad del viagra, correo electrónico no deseado y virus. Entro al messenger. En el messenger nadie me habla y yo tampoco le hablo a nadie. Un amigo del colegio me manda páginas web porno y yo le digo que me envíe más. Al rato, él me pregunta si quiero que me mande un video y yo le pregunto si es un video porno y él me dice que sí. Aparece en la ventana un archivo que acepto y se está enviando.
Mientras demora en bajar el video mi amigo me dice que este es un video que él vio en Yonkis punto com. El video se llama “Cytheria se moja” y al principio sale Cytheria, cubierta con lo que parece es un vestido o unas sábanas. Cytheria se lo saca, abre las piernas y empieza a masturbarse. Hay un close up y Cyhteria tiene ahora un consolador rosado que se lo mete. Otro corte de edición y es ahora la mano de un chico el que se lo está metiendo. Cyhteria al parecer está muy excitada, y se mueve, y grita que se está viniendo. I´m comming, grita. I´m comming. Con un movimiento brusco, casi espasmódico, Cyhteria hace que el chico se moje con un chorro de fluido vaginal atraviesa la habitación y salpica hasta la cámara. Alguien en el video dice que es fucking amazing.
Cuando ha terminado el video veo que mi papá está a mi costado, mirando la pantalla. No me había dado cuenta, pero el volumen está encendido y los gritos de Cytheria lo deben haber despertado. Mi papá lleva una toalla sujeta a su cintura. No me dice gran cosa, pero me pregunta que por qué veo a una chica que se está meando. Yo le digo que es sólo un video de Internet. Además le digo:
- No se está meando, papá.
Pero mi papá parece que no entiende y vuelvo a darle play al video y mi papá se queda mirándolo. Cytheria de verdad parece que se está viniendo cuando sale aquel chorro blanco de su vagina, y con la mano intenta detenerlo pero el chorro es muy potente, y podría jurar que incluso parece avergonzada. Lo peor es que Cytheria es una chica bonita.
Mi papá se va a la mitad del video, algo confundido, diciendo que eso no puede ser, que a lo mejor es uno de ésos efectos especiales que se hacen por computadora, y sin mucho preámbulo se mete al baño y se da un duchazo de esos que se da mi papá, con agua helada. El video de Cytheria me ha dejado con una gran ansiedad, felizmente sé de una manera rápida, segura y algo sucia de calmarla.
967 palabras
lunes, febrero 20, 2006
Anoche soñé contigo
y la noche anterior a esa. Soñé que estábamos dormidos y despertábamos en una especie de campo de concentración, y me ponía a pensar en que nuestro destino no depende necesariamente de nosotros mismos. Soñé que estábamos dormidos y nos arrullaban las olas del mar. Entonces yo te preguntaba: querida, quién confiesa a los párrocos, quién les da terapia a los psicoanalistas, quién mata a los hampones de la mafia. Soñé que soñaba contigo y esa noche soñaba que te perdía, una nube de humo me llevaba a otra tierra alejada de colegios y universidades absurdas, de campos de concentración solitarios, de cementerios abandonados marchitos.
y la noche anterior a esa. Soñé que estábamos dormidos y despertábamos en una especie de campo de concentración, y me ponía a pensar en que nuestro destino no depende necesariamente de nosotros mismos. Soñé que estábamos dormidos y nos arrullaban las olas del mar. Entonces yo te preguntaba: querida, quién confiesa a los párrocos, quién les da terapia a los psicoanalistas, quién mata a los hampones de la mafia. Soñé que soñaba contigo y esa noche soñaba que te perdía, una nube de humo me llevaba a otra tierra alejada de colegios y universidades absurdas, de campos de concentración solitarios, de cementerios abandonados marchitos.
sábado, febrero 18, 2006
Straight to hell
- Y cómo has estado.
- Bien.
- Todos dicen que están bien siempre.
- Es que es cierto.
Suena el timbre en la casa de Francine. Ella se pone de pie y contesta. Es una calurosa tarde de febrero y Gustavo no ha tocado lo que han comprado en el supermercado. Un par de cajas de macarrones con queso y algo de pollo frito con ensalada. Gustavo tiene cara de estar viviendo una pesadilla.
Una voz le pregunta a Francine:
- ¿Cree que es posible encontrar a Dios en estos tiempos?
Francine voltea, y le dice a Gustavo:
- Son Testigos de Jehová.
Gustavo asiente, desanimado.
- No le des bola, ellos nunca quieren perder -dice.
Francine continúa pegada al auricular, hasta que grita:
- ¡Váyanse de aquí! -y cuelga.
- ¿Qué pasó?
- Me querían vender una revista de porquería. Oye, Gustavo…
- ¿Qué?
- ¡Los macarrones!
La olla se había rebalsado. Francine volvió a prender el gas y a mover los fideos silbando una canción de The Clash. Gustavo la contempló hacerlo pensando en que era sábado por la tarde, una hermosa tarde de febrero.
- Bueno, y cómo es eso que estás bien.
- Ya sabes, Fran: tengo dos brazos, dos piernas, una cabeza…
Francine hizo un gesto de interrogación.
- No vale el conformismo aquí -dijo levantando la tapa de la olla, de la que salió un montón de agua evaporada convertida en espuma. Probó con un cucharón uno de los fideos y dijo- ¡Están listos!
Gustavo la ayudó a preparar la crema. Todo lo hizo con una cara que parecía más estar muerto que otra cosa. Miró a Francine una vez más. Francine puso un disco de The Clash.
- ¿Te gusta?
- Me parece bien.
Se sirvieron dos grandes platos de macarrones y brindaron con agua mineral.
- Por nuestro reencuentro y nuestra amistad -dijo Francine.
- Y por lo que está a punto de suceder -dijo Gustavo.
Francine era una chica llena de pecas, algo gordita, de pelo castaño y timbre de voz muy molesto. Esa tarde llevaba un vestido algo escotado y una sonrisa sincera, un pantalón negro apretado y sandalias de plataforma alta. Su casa estaba vacía y Gustavo sabía que no volvería nadie hasta la mañana siguiente.
Francine lanzó una carcajada:
- Ay, Gustavo. ¿Y qué se supone que está a punto de suceder?
- ¿Qué no está a punto de suceder? -dijo él, con tono de galán.
- ¿Te gusta The Clash? -preguntó Francine.
- Ya sabes que es mi grupo favorito.
- No, no lo sé -dijo ella, muy seria.
Gustavo sonrió. No había tocado ni los macarrones ni el pollo frito con ensalada que seguía en la caja. Nada más bebía agua mineral. Estaba atento a cada cosa que decía Francine.
- The Clash es mi grupo favorito -dijo Francine.
- Bueno -dijo Gustavo, tratando de sonar sorprendido-, no sabía que teníamos tanto en común.
Francine sonrió.
Después de comer, y después de media hora de televisión, en el que Francine lavó los platos y mencionó cada cosa que le parecía fascinante de Gustavo cuando ambos estaban en el colegio, Gustavo la miró y la trató de imaginar desnuda, en la cama. Hacía como tres años que no se veían, y Gustavo había cambiado desde el último año tanto como seguía igual Francine.
Por último, Gustavo pensó en su enamorada, que lo acababa de dejar.
- Ya casi es de noche -dijo Francine, sonriendo.
La habitación de Francine produjo en Gustavo un escalofrío que subió de sus tobillos a sus extremidades superiores. Había una computadora, un equipo, un montón de muñecos de felpa y una chica del tamaño de un hobbit subida a un columpio sujeto en el techo. La ventana daba a la calle y por ahí se veían a un par de chicos tomando cervezas en la esquina. Por ahí también se veía lo que quedaba del crepúsculo: un espectro morado y rojo.
Se subieron a la cama y Francine sacó los paquetes con estrellitas que tenían que pegar en el techo. Gustavo le preguntó a Francine que dónde quería la luna, y Francine le señaló un lugar junto a la bombilla de luz. Cuando ya no quedaron más estrellitas ni planetas, ella apagó todas las luces para comprobar si las estrellitas brillaban o no.
Gustavo tenía un polo negro con “El grito” de Munch, un pantalón short plomo y unas sandalias. Tenía barba de un par de días y su pelo largo, saludable, le caía por los hombros en forma de rulos. Francine no había dejado de pensar en él ni un solo instante desde que salieron del colegio, y Gustavo no dejaba de pensar en su enamorada, que lo había dejado, por lo que ya no era más su enamorada, y él la iba a tener que ver todos los días en la universidad, en el patio de la facultad, en las horas libres, en los salones donde van a llevar cursos en común. Y tal vez la tendrá que ver también de la mano con algún nuevo enamorado, que ella sacará de la caja de sorpresas que es su vida.
Pero mientras tanto, tendido en la cama junto a Francine, ambos ven las estrellas brillando en la oscuridad, mientras suena por algún lado “Straght to hell” de The Clash. Francine se levanta una vez más para cerrar la puerta, para que no entre la luz y la bulla del equipo que suena en la sala. Gustavo siente una especie de claustrofobia y toma por la cintura a Francine cuando ella se acerca a la cama. Las estrellas brillan en el firmamento de la habitación. Francine se emociona tanto que lo besa torpemente, confundiendo labios y lengua. Mientras tanto, en la sala, Joe Strummer, voz y guitarra eléctrica de The Clash, canta: “go traight to hell boys”…
978 palabras
- Y cómo has estado.
- Bien.
- Todos dicen que están bien siempre.
- Es que es cierto.
Suena el timbre en la casa de Francine. Ella se pone de pie y contesta. Es una calurosa tarde de febrero y Gustavo no ha tocado lo que han comprado en el supermercado. Un par de cajas de macarrones con queso y algo de pollo frito con ensalada. Gustavo tiene cara de estar viviendo una pesadilla.
Una voz le pregunta a Francine:
- ¿Cree que es posible encontrar a Dios en estos tiempos?
Francine voltea, y le dice a Gustavo:
- Son Testigos de Jehová.
Gustavo asiente, desanimado.
- No le des bola, ellos nunca quieren perder -dice.
Francine continúa pegada al auricular, hasta que grita:
- ¡Váyanse de aquí! -y cuelga.
- ¿Qué pasó?
- Me querían vender una revista de porquería. Oye, Gustavo…
- ¿Qué?
- ¡Los macarrones!
La olla se había rebalsado. Francine volvió a prender el gas y a mover los fideos silbando una canción de The Clash. Gustavo la contempló hacerlo pensando en que era sábado por la tarde, una hermosa tarde de febrero.
- Bueno, y cómo es eso que estás bien.
- Ya sabes, Fran: tengo dos brazos, dos piernas, una cabeza…
Francine hizo un gesto de interrogación.
- No vale el conformismo aquí -dijo levantando la tapa de la olla, de la que salió un montón de agua evaporada convertida en espuma. Probó con un cucharón uno de los fideos y dijo- ¡Están listos!
Gustavo la ayudó a preparar la crema. Todo lo hizo con una cara que parecía más estar muerto que otra cosa. Miró a Francine una vez más. Francine puso un disco de The Clash.
- ¿Te gusta?
- Me parece bien.
Se sirvieron dos grandes platos de macarrones y brindaron con agua mineral.
- Por nuestro reencuentro y nuestra amistad -dijo Francine.
- Y por lo que está a punto de suceder -dijo Gustavo.
Francine era una chica llena de pecas, algo gordita, de pelo castaño y timbre de voz muy molesto. Esa tarde llevaba un vestido algo escotado y una sonrisa sincera, un pantalón negro apretado y sandalias de plataforma alta. Su casa estaba vacía y Gustavo sabía que no volvería nadie hasta la mañana siguiente.
Francine lanzó una carcajada:
- Ay, Gustavo. ¿Y qué se supone que está a punto de suceder?
- ¿Qué no está a punto de suceder? -dijo él, con tono de galán.
- ¿Te gusta The Clash? -preguntó Francine.
- Ya sabes que es mi grupo favorito.
- No, no lo sé -dijo ella, muy seria.
Gustavo sonrió. No había tocado ni los macarrones ni el pollo frito con ensalada que seguía en la caja. Nada más bebía agua mineral. Estaba atento a cada cosa que decía Francine.
- The Clash es mi grupo favorito -dijo Francine.
- Bueno -dijo Gustavo, tratando de sonar sorprendido-, no sabía que teníamos tanto en común.
Francine sonrió.
Después de comer, y después de media hora de televisión, en el que Francine lavó los platos y mencionó cada cosa que le parecía fascinante de Gustavo cuando ambos estaban en el colegio, Gustavo la miró y la trató de imaginar desnuda, en la cama. Hacía como tres años que no se veían, y Gustavo había cambiado desde el último año tanto como seguía igual Francine.
Por último, Gustavo pensó en su enamorada, que lo acababa de dejar.
- Ya casi es de noche -dijo Francine, sonriendo.
La habitación de Francine produjo en Gustavo un escalofrío que subió de sus tobillos a sus extremidades superiores. Había una computadora, un equipo, un montón de muñecos de felpa y una chica del tamaño de un hobbit subida a un columpio sujeto en el techo. La ventana daba a la calle y por ahí se veían a un par de chicos tomando cervezas en la esquina. Por ahí también se veía lo que quedaba del crepúsculo: un espectro morado y rojo.
Se subieron a la cama y Francine sacó los paquetes con estrellitas que tenían que pegar en el techo. Gustavo le preguntó a Francine que dónde quería la luna, y Francine le señaló un lugar junto a la bombilla de luz. Cuando ya no quedaron más estrellitas ni planetas, ella apagó todas las luces para comprobar si las estrellitas brillaban o no.
Gustavo tenía un polo negro con “El grito” de Munch, un pantalón short plomo y unas sandalias. Tenía barba de un par de días y su pelo largo, saludable, le caía por los hombros en forma de rulos. Francine no había dejado de pensar en él ni un solo instante desde que salieron del colegio, y Gustavo no dejaba de pensar en su enamorada, que lo había dejado, por lo que ya no era más su enamorada, y él la iba a tener que ver todos los días en la universidad, en el patio de la facultad, en las horas libres, en los salones donde van a llevar cursos en común. Y tal vez la tendrá que ver también de la mano con algún nuevo enamorado, que ella sacará de la caja de sorpresas que es su vida.
Pero mientras tanto, tendido en la cama junto a Francine, ambos ven las estrellas brillando en la oscuridad, mientras suena por algún lado “Straght to hell” de The Clash. Francine se levanta una vez más para cerrar la puerta, para que no entre la luz y la bulla del equipo que suena en la sala. Gustavo siente una especie de claustrofobia y toma por la cintura a Francine cuando ella se acerca a la cama. Las estrellas brillan en el firmamento de la habitación. Francine se emociona tanto que lo besa torpemente, confundiendo labios y lengua. Mientras tanto, en la sala, Joe Strummer, voz y guitarra eléctrica de The Clash, canta: “go traight to hell boys”…
978 palabras
viernes, febrero 17, 2006
"Heroin" de sumo
I'm in love with this modern world
I'm in love with these modern girls.
I used to love an English girl,
and now I love a little German girl.
I used to love an Italian girl,
and now I love an Argentinian girl.
I used to love this rock 'n roll world,
but now I love that old suicide world.
But there's something,
something I can't forget
because it's in my head
and I think about it when I'm in bed.
Do you know what it is? It's...
Heroin
Heroin
Heroin
Heroin
Soltate con Wellapon, soltate.
Soltá tu pelo con Wellapon.
Soltá el brillo, soltá la belleza
de tu pelo con Wellapon.
Because, you know, it keeps on in my head.
Do you know what it is? It's...
Heroin
Heroin
Heroin
Heroin
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I'm in love with this modern world
I'm in love with these modern girls.
I used to love an English girl,
and now I love a little German girl.
I used to love an Italian girl,
and now I love an Argentinian girl.
I used to love this rock 'n roll world,
but now I love that old suicide world.
But there's something,
something I can't forget
because it's in my head
and I think about it when I'm in bed.
Do you know what it is? It's...
Heroin
Heroin
Heroin
Heroin
Soltate con Wellapon, soltate.
Soltá tu pelo con Wellapon.
Soltá el brillo, soltá la belleza
de tu pelo con Wellapon.
Because, you know, it keeps on in my head.
Do you know what it is? It's...
Heroin
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jueves, febrero 16, 2006
miércoles, febrero 15, 2006
Catorce de febrero
a C.
Hoy es catorce de febrero, acabo de bajarme de una combi y el cobrador ha dicho que soy un monse. Yo no lo escuché, pero Pupo, que se bajó detrás de mí, dice que el cobrador me dijo eso. Yo le pregunto que por qué el cobrador habría dicho algo así de mí, y él dice que tampoco lo entiende, que tal vez escuchó mal.
Regresamos del Blockbuster. Hemos alquilado “Irreversible”, una película se supone violenta, y “El maquinista”, una película donde actúa Christian Bale. Hoy es catorce de febrero pero la máxima aspiración que teníamos de conseguir chicas era la chica del Blockbuster. Pupo se hizo del “alquiler ilimitado” (un alquiler en el que pagas cuarenta y cinco soles por ver todas las películas que quieras ver por un mes) por ella. Así que ya sabemos cual es el motivo real de que Pupo venga todos los días.
Pupo hoy día devuelve “Réquiem por un sueño” y “Perdidos en Tokio” (la primera la había visto hace tiempo, con la segunda pasó que se quedó dormido sin terminar de verla) que desliza por el buzón donde se devuelven las películas y entra muy orgulloso. Pupo es delgado, tiene una nariz prominente, un polo viejo, muy viejo, del Che Guevara, negro, un short ridículo con sus zapatos y medias gruesas en pleno verano, y en la mano lleva un polo de mangas largas. Yo, en cambio, tengo el pelo despeinado, barba de varias semanas, llevo básicamente lo que uso para dormir: un short azul y un polo blanco con un dibujo extraño de un cantante de jazz.
Pupo coge las películas sin preguntarme qué me provoca ver, y luego habla con la chica del Blockbuster. Ambos sonríen y la chica pasa las películas por un aparato láser, les saca un plástico amarillo, las mete en una bolsa y se las da. Luego voy a su encuentro y la chica (realmente bonita, delgada y de pelo castaño) se sonríe.
En la calle le preguntó a Pupo que qué pasó, y veo que Pupo está realmente destrozado. Dice que le preguntó “espontáneamente” qué planes tenía para hoy, porque hoy es catorce de febrero, y la chica del Blockbuster, sin vacilar, le respondió que iba a salir con su enamorado y lo señaló. El tipo tenía lentes y trabajaba en Blockbuster con ella.
Yo pienso entonces que Pupo ha hecho el ridículo estos últimos meses, que de nada sirve hacerse del “alquiler ilimitado” para salir con una chica, que lo mejor que puedes hacer con un “alquiler ilimitado” es alquiler un montón de películas durante el verano.
En el micro yo sólo puedo pensar en C., en lo triste que va a ser mi vida sin C., va a ser demasiado triste sin ella. Hace tiempo que salimos, desde el otoño del año pasado, y la mayor parte la pasamos abrazados, muy juntos, y parecía que nada nos iba a poder separar.
Hoy día fui a ver a C., después de pasar un tiempo sin verla, para darle unos aretes de plata en forma de elefantes (eran unos aretes muy bonitos, sin importar que tuvieran forma de elefantes) que le había comprado porque hoy es catorce de febrero, y C. me recibió con una cara que daba pena. Me dijo que los aretes estaban lindos, aunque fueran de elefantes, pero que ya no me podía ver más. Yo le pregunté que por qué. Y ella me dijo que podría darme sesenta y nueve razones válidas, que las había apuntado en un papel. No pude ni mirar.
Entonces fui a buscar a Pupo, ni único amigo, mi compañero fiel. Y aquí estamos, bajando del micro donde un cobrador ha dicho que soy monse. Y yo sin saber qué es exactamente ser monse. Se lo pregunto a Pupo, mientras caminamos por el parque lleno de árboles, antes de llegar a su casa.
- ¿Un monse? -Pupo se lo piensa un rato-. Creo que ser monse es ser monserga…
En la casa de Pupo abrimos las galletas y la gaseosa que hemos comprado. Vemos diez minutos de “El maquinista”, suficientes para sentirnos orgullosos de nuestros kilos de más, y luego hora y media de “Irreversible”. La escena de la pelea, el brazo roto y la cabeza reventada, hacen que Pupo y yo nos pongamos de pie. Con la escena de la violación a Mónica Belluci, Pupo y yo nos ponemos al palo.
Antes de irme, le cuento a Pupo lo de C., que hemos terminado y todo. Pupo me dice que las rupturas son como un cambio de planes. Después de un plan A, siempre debe haber un plan B. El plan B. debe ser más inmediato y más práctico que el plan A. Pupo me pregunta por la chica con la que me acosté hace tiempo.
- Ésa con la que apenas hablaste -Pupo se ríe-. Parece mentira, pero ya es tarde.
Camino a mi casa no puedo dejar de pensar en lo que me ha dicho Pupo. Eso del plan A y el plan B. Me pregunto cuál será su plan B después de lo de la chica del Blockbuster. Lo que más pena me da es que Pupo no sabe nada. Pupo está peor que yo, y en parte se lo debe a su filosofía de plan A y plan B. Lo peor de todo es que yo tampoco sé nada. Con las justas logro abrir la puerta de mi casa, meterme en mi cuarto, buscar el teléfono de B. y decirle: hoy es catorce de febrero, acabo de bajarme de una combi y…
934 palabras
domingo, febrero 12, 2006
Guión efectista
“Ésos monstruos están destruyendo a todos y a todo cuanto queremos.
Y ustedes sin suéter…”
Puedes secuestrar mi mente, matar mis palabras y sumirme en la más profunda depresión, puedes ser guionista, productor y director de mi vida, aún teniendo miles de posibilidades te he dejado el control de mi cuerpo, el control de mis manos y el control de mis pensamientos. Ya no escribo más por mí, ahora escribo también por ti, mis días y mis noches ya no son más mis días y mis noches son tus episodios y los míos te siguen los pasos. He dejado una mancha de sangre irreparable en el parqué y tú has dejado la misma mancha de sangre irreparable en mis pesadillas. La televisión ha consumido mi cerebro, ha dañado mi psiquis. Ya no actúo más como un homo sapiens. Mi coeficiente debe ser el de un niño de doce años, mis actitudes y mi obra han sido comparadas a las de un perro chihuahueño. He visto las películas, y he leído los libros, y he escuchado la música endemoniada correcta -según mi edad, mi intención de voto y mi status social-, todos saben que el “Especial de Halloween VI” es el mejor capítulo de Los Simpsons.
A ti y a mí sólo nos une la pasión por resolver crímenes, por eso es bueno que al llegar a casa ninguno reciba con aburrimiento la llamada del otro. Amor, están dando la entrega de los Gramys en Sony, qué horror. Y sale Paul McCartney. Felizmente no somos así. Sabes que odio a Paul McCartney. Felizmente sólo nos une la pasión por resolver crímenes y la manía de ver los capítulos repetidos de La familia Ingalls y el Gran Chaparral una y otra vez. Somos como Mulder y Scully, amantes platónicos, precavidos agentes del FBI (claro que nunca verás a Mulder llamando a Scully para contarle de los Gramys). Creo que lo único que realmente quise en mi vida fue ser como Manolito Montoya y salir por televisión.
Hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio. Hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio y me tropiezo. Me despierto y hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio y me tropiezo. Esta mañana, me desperté, y había un gato muerto en la puerta de mi dormitorio, casi me tropiezo.
“Ésos monstruos están destruyendo a todos y a todo cuanto queremos.
Y ustedes sin suéter…”
Puedes secuestrar mi mente, matar mis palabras y sumirme en la más profunda depresión, puedes ser guionista, productor y director de mi vida, aún teniendo miles de posibilidades te he dejado el control de mi cuerpo, el control de mis manos y el control de mis pensamientos. Ya no escribo más por mí, ahora escribo también por ti, mis días y mis noches ya no son más mis días y mis noches son tus episodios y los míos te siguen los pasos. He dejado una mancha de sangre irreparable en el parqué y tú has dejado la misma mancha de sangre irreparable en mis pesadillas. La televisión ha consumido mi cerebro, ha dañado mi psiquis. Ya no actúo más como un homo sapiens. Mi coeficiente debe ser el de un niño de doce años, mis actitudes y mi obra han sido comparadas a las de un perro chihuahueño. He visto las películas, y he leído los libros, y he escuchado la música endemoniada correcta -según mi edad, mi intención de voto y mi status social-, todos saben que el “Especial de Halloween VI” es el mejor capítulo de Los Simpsons.
A ti y a mí sólo nos une la pasión por resolver crímenes, por eso es bueno que al llegar a casa ninguno reciba con aburrimiento la llamada del otro. Amor, están dando la entrega de los Gramys en Sony, qué horror. Y sale Paul McCartney. Felizmente no somos así. Sabes que odio a Paul McCartney. Felizmente sólo nos une la pasión por resolver crímenes y la manía de ver los capítulos repetidos de La familia Ingalls y el Gran Chaparral una y otra vez. Somos como Mulder y Scully, amantes platónicos, precavidos agentes del FBI (claro que nunca verás a Mulder llamando a Scully para contarle de los Gramys). Creo que lo único que realmente quise en mi vida fue ser como Manolito Montoya y salir por televisión.
Hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio. Hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio y me tropiezo. Me despierto y hay un gato muerto en la puerta de mi dormitorio y me tropiezo. Esta mañana, me desperté, y había un gato muerto en la puerta de mi dormitorio, casi me tropiezo.